Sangre espesa no cree en Dios

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(Prólogo al poemario La lengua de nadie, de Martín Romero)

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Alerta Naranja
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Quien se convierte en animal,

se libra del dolor de ser hombre.

Dr. Johnson

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Cuentan los cantaores viejos que el flamenco se canta con faltas de ortografía. Manuel Agujetas, que probablemente sea el último exponente del cante gitano, va más allá, pregonando que todo aquel que sabe leer y escribir no puede cantar. Yo debería afirmar, como persona leída y cultivada que se me supone, que eso es una barbaridad. Pero no. Porque yo busco en el fondo, en la infección de la herida, en el sustrato del grito ancestral, en los motivos que llevan a los humanos a transformar, como decía Mark Twain, el mundo en un cementerio. Y es ahí, en las catacumbas de la razón, donde encuentro la poesía. La poesía que encierran los puñetazos en la cara, los vaivenes de la existencia, el estremecimiento de las palabras balbuceantes, el silencio que todo lo explica, la ebriedad necesaria para la comunicación entre idiotas, las sentencias que no se trascriben porque se sellan con odios que no morirán ni con quien las dicta ni con quien las recibe. Es ahí donde encuentro a mi hermano. A Martín Romero.

Martín tiene suerte. Mucha. Y no lo sabe. Y no le importa. Igual que el jabalí no se cuestiona su condición animal ni el porqué de su deambular, pero huye cuando el viento le trae aroma de peligro, a Martín el instinto le empuja a escribir, a buscar al exorcista que se esconde en la tinta, ya que la sangre se le antoja escasa para ahogar a tanto demonio. Ignora la razón que le empuja a dejar un rastro visible para que los cazadores puedan vislumbrarlo entre el humo y disparar, a sabiendas de que una de esas balas tal vez sea la que le mate. Pero eso tampoco le importa, como no le importa mostrarse desnudo en estos escritos, sin más ropaje que su rabia de león herido, su coraje de gladiador loco, su orgullo primitivo herencia de aceituneros pisoteados y, por encima de todo, su amor incondicional hacia los suyos.

Mi hermano y un servidor hemos respirado el oxígeno de la misma habitación durante muchos años como para no conocer nuestros pensamientos con tan solo mirarnos. Esas miradas nos dicen demasiadas veces que estamos solos, que lo que buscamos no existe. Tal vez nuestras pupilas tengan razón, pero nuestro corazón dice que no, que nuestro embiste, nuestro patalear panza arriba, nos llevará a ese sitio del que desconocemos el nombre y la ubicación, pero que intuimos nuestro hogar. Y ambos sabemos que esa búsqueda nos costará la vida. Por eso sonreímos cuando nos vemos. Porque tenemos con qué pagar. Y estamos dispuestos a hacerlo.

No sé si el supuesto lector encontrará en estas páginas algún punto de luz que lo ilumine, un pellizco que lo despierte, el tedio que lo adormezca o la incertidumbre de si este libro esconde un alma lúcida o demente. No lo sé. Pero creo firmemente que cada gota de sangre que Martín ha vertido en estas palabras es una moneda con la que paga la libertad que al resto de los mortales se les antoja demasiado cara. Pero eso a mi hermano no le importa. Y a mí tampoco.
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