Compadreo
Alerta naranja
(Hoja de promoción para el disco de Alerta Naranja, de Losdelgás)
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(Hoja de promoción para el disco Alerta Naranja, de Losdelgás)
Losdelgás
Alerta Naranja
Desde el norte vuelve a llegar olor a gas y repiqueteo de bombonas. Dos años después de su anterior y primer trabajo (El Cedé, 2006), la parroquia rockera se puede congratular de que vuelvan a atronar las calles los gritos y el trajín de estos butaneros del rock & roll que molestan a los usuarios hibernados del gas ciudad ante el regocijo de los que todavía arriman el mechero para hacerse de comer. Vuelven Losdelgás con Alerta Naranja, catorce nuevas composiciones que dejan un poco de lado el eclecticismo de su primer trabajo para meter la cabeza de lleno en el nicho más añejo y bien cuidado del rock & roll. Prueba de ello son las macarras De yogurt a cuajada, No lo puedes parar, Vivir puede matar o LosDelGás (toda una declaración de principios y finales). La vitalista Ponle cuernos a la vida cuenta con la guitarra inconfundible de Alfredo Piedrafita de Barricada y la sobria voz de Rulo de La Fuga. La cara más seria del grupo se deja ver en la letra de la rockanrolera Pégame a mí, en la cual señalan con el dedo mientras afilan las navajas junto a El Drogas, también de los Barricada. En Listos y/o idiotas también miran desafiantes a los ojos en un rap-gamberrada con la sonrisa torcida. Los mismísimos Ramones parecen abrillantar las chupas de cuero en El hombre bobo, que cuenta con la colaboración de la elegante garganta de Mitxel Ortega, así como los AC/DC harían lo propio con la hard-rockera Un comino. Sentimentaloides se nos ponen los de naranja con Laura, y lo mismo pero pegándole a la lana en Balada con Bé. En la mejor tradición del rock urbano está Tras los visillos, que sirvió de banda sonora para el cortometraje del mismo nombre. La joya de la corona se esconde en la versión blues con hilo fino de La bien pagá, en la que un servidor de ustedes, Kutxi Romero, arrastra su voz por un camino de guijarros en un homenaje al señor Ramón Perelló: los que tienen memoria histórica sabrán por qué. Para acabar, y de nuevo con Juan de Soziedad Alkoholika, una revisión de su clásico y delirante Pero tú de que vas, que hará las delicias de los chiringuitos playeros que quieran arruinarse antes de que empiece el verano. Los repartidores siguen siendo los mismos, dígase Gorka Aginagalde a la voz, Javier Area a la batería, Ritxi Salaberria al bajo y la voz, Sergio Callejo a las guitarras, y el Pirata a la voz, el teclado, la acústica, los vientos, la armónica y en el tiempo sobrante tocó los timbres de los portales. El disco se grabó en el estudio Vade Records de Errentería y se mezcló en el estudio de MIK en Bera. Composiciones de una ejecución impecable para el reparto; de risas, de rock & roll, de hostias, de lo que ustedes quieran, pidan por esas boquitas desde sus balcones, escaleras arriba subirán LosDelGás, seguidos por los que sabemos que de esas espitas no puede salir nada que nos perjudique. Sus canciones nos harán sonreír y olvidar que fumar en según que sitios puede ser peligroso. Yo pienso acercar la lumbre cada vez que pueda ir a ver uno de sus incendiarios directos. Nunca mejor dicho. Oyéndolos yo también quiero ser hijo del butanero. Y al gas ciudad que le vayan dando mucho por el culo. Pero mucho.
Aún no he oído la campana
(Prólogo al poemario Resiliente, de Hovik Keuchkerian)
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(Prólogo al poemario Resiliente, de Hovik Keuchkerian)
Aún no he oído la campana
Mi poesía consistirá,
sólo,
en atacar por todos los medios al hombre,
esa bestia salvaje,
y al Creador,
que no hubiera debido engendrar
semejante basura.
Isidore Ducasse
Al principio fue el verbo. Ya. Mentira puta. Mentira gorda como el cuello de un cantaor. Al principio fue el tú o yo. El morir o matar. El comer o ser comido. El no me esperes que lo mismo no vuelvo. El gano luego existo. Pone los pelos como escarpias el ver que, en tantos milenios de supuesta evolución, el modus operandi para el modus vivendi siga siendo el mismo. Más informatizado, con muchos más pixeles, pero igual de tangible y cruel. Nada deshumanizado, no nos equivoquemos, al contrario; cada estúpido acto que ejecutamos deja clara nuestra condición de animales depredadores, de competidores natos, de machos alfa y, por contra, de seres absolutamente prescindibles.
Usted se preguntará, querido posible lector, a cuento de qué viene esta reflexión-disertación acerca de la obra de Hovik tan pedante como a todas luces inútil. Si le digo la verdad, yo tampoco lo tengo muy claro, pero le pongo en situación.
Hace cuatro años se hallaba un servidor presentando un libro por tierras del levante. Lo de presentar un libro, en este caso, se puede considerar un eufemismo, ya que de lo que en realidad se trataba era de comprobar cuantos litros de espirituosos de alta graduación era capaz de albergar un cuerpo humano en un fin de semana. En uno de los impasse que utilizaba para actividades mundanas, mis compadres Sergio y Ángela me comunicaron que, en la sala ubicada justo debajo de su piso, actuaba esa noche un monologuista de nombre Hovik y de apellido impronunciable que era muy bueno y que lo mismo nos podíamos pasar. Yo dije que mientras el local en cuestión tuviera barra y alguien dispuesto a atenderla me parecía un plan tan perfecto como cualquier otro: a mi hígado lo mismo le daba.
El local era bastante pijo y estaba abarrotado. Yo llevaba dos días de tournée y no estaba para muchos molinillos, así que cogí sitio en la barra y me dispuse a ver un espectáculo que, a la postre, resultó revelador en muchos aspectos. Para empezar, el tipo que apareció ante mis ojos llevaba barba. Bien. Siempre me ha gustado la gente barbada. Tengo una teoría que ahora no viene a cuento en la cual defiendo que los designios de la humanidad han sido proclamados por gente con barba. Pero esa es otra historia. Creo que estamos de acuerdo en que la comedia nace del dolor. Y ahí lo había. No sé en forma de qué, pero lo había. Por mis muertos. Primigenio, como el llanto de un recién nacido. Ancestral, como un alarido ante una perdida irremediable. Creo que Hovik y yo fuimos los únicos que no nos reímos en todo el espectáculo. Me gusta pensar que, por esa razón, fui el único que entendió su discurso; lo que estaba narrando aquel hombre tenía de todo menos humor: eso era poesía en estado puro. Así se lo comuniqué a mis compañeros que, como siempre, me dijeron que estaba zumbado y que ya vería cuando Hovik contara una historia acerca de unas croquetas que, también me gusta pensar que fue por tocar las gónadas, no contó.
Al día siguiente, Hovik tenía actuación en el mismo local y les comenté a mis compadres la decisión de volver a verlo. Ellos no estaban por la labor ya que, según dijeron, el monólogo iba a ser el mismo y además no incluía lo de las dichosas croquetas. A mi lo de la fritanga me la sudaba, yo lo que quería saber era si lo que había experimentado la noche anterior había sido producto del cansancio, de las sustancias, o si verdaderamente lo que mis ojos habían presenciado era a un niño en el cuerpo de un gladiador diciendo a voz en grito, entre las carcajadas de los presentes: ¿Pero no veis que el rey está desnudo, so gilipollas?
Así que volví al local en perfecto estado de sobriedad. Lo sabía. Las sensaciones se multiplicaron por cien. Por mil. El rey seguía desnudo y los asistentes se reían con aquel niño que se revolcaba por el escenario mientras transpiraba mares de dolor. Me angustió. Me dieron ganas de apartar al gentío a puñetazos, subir a las tablas y abrazarlo fuerte. Me dieron ganas de sacar mi Documento Nacional de Identidad y quemarlo. Me dieron ganas de ser poeta. Y, sobre todo y por encima de todo, me dio vergüenza de ser humano. Al finalizar la actuación le zarandeé la mano sinceramente, nos bebimos un par de copas y le regalé, no sin cierta vergüenza, el libro de marras al que tan agradecido estoy, más que nada porque me llevó hasta él.
Él no lo sabe, porque desde aquella noche no nos hemos vuelto a ver, pero supe, desde el momento en que nos despedimos en la puerta de un parking, que Hovik no busca la risa sino la complicidad de los inadaptados, de los malheridos, de los que se tienen en pie después del combate, de los que se ríen de todo menos de lo que no tiene ni puta gracia.
Sabía que en algún momento de la vida nos íbamos a cruzar. Hace una semana me llamó pidiéndome unas líneas para su nuevo trabajo. Me lo envió. Resiliente. No se me ocurre mejor título. Lo escucho y leo con deleite y atención. Han pasado cuatro años y todavía le duele lo que en aquel momento le estaba matando. Sigue aullando entre la multitud. Sigue con la mirada cristalina. Sigue revolcándose por la ceniza de lo que pasó y pasará.
Desconozco si Hovik lo que quiere es que desgrane en estas líneas un análisis de su nuevo trabajo, pero me sobrevalora: eso yo soy incapaz de hacerlo. Nada de lo que escriba puede estar a la altura emocional de sus textos, de su voz. Nada puede hacer mi inútil tinta salvo subir en cuanto pueda al cuadrilátero, ponerse a su merced, aguantar hasta el último asalto y, cuando suene la campana, mirarle a los ojos y, quizás en ese momento, sonreír.
Barrizal
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(Relato incluido en el libro Simpatía por el relato, antología de cuentos escritos por rockeros)
Barrizal
No sé que hacer. Y sé que tengo miles de cosas que hacer, pero no sé por donde empezar. Tengo que ir a ver a mi compadre el Alfredo. Y a la Juncal y al Iker. Hace tiempo que no me arrimo por su casa. Buf. Pero para ir a su casa tengo que andar un par de kilómetros y estos kilos de más que me he echado y la calorina que hace… casi mejor otro día. Ayer vino Lucía a casa con una báscula digital que nos han regalado en Caja Navarra por tener la nómina domiciliada. Maldito el día. Ciento dos kilos. Sumados al colesterol y al sistema digestivo que lo tengo hecho un asco me transforman en un matusalén veintegenario. También tengo que corregir una prueba de impresión de un libro de poemas que me quiere sacar una editorial de Logroño. Hay que cagarse. Yo que siempre pensé que lo de sacar libros era un privilegio reservado a eruditos y goleadores del léxico y mira tú, hasta un borrico como yo puede hacerlo. Ja. Dioses al suelo. Licenciatura en hacer la O con un canuto. Eso de sacar libros a cualquier soplavidrios que sepa enlazar dos metáforas con gracia tendría que estar prohibido. Además, dicha prohibición se debería aderezar con una buena paliza a todo aquel que osara perpetrar cualquier publicación sin estar cualificado para ello. Pin, pan. Con una buena vara de avellano en las costillas. Toma ahí. Por gilipollas. Pero tú que te has creído, majadero. ¿Acaso existen cirujanos aficionados? Pues no. Y con la literatura debería pasar lo mismo. Que de artistillas está el mundo lleno. Y yo ya estoy hasta la polla de artistillas. Empezando por mí. Me caen gotas de sudor por la barriga. ¿Qué día será hoy?, ¿Martes?, no, espera, miércoles creo. ¿Y el mes?, ¿Abril?, ¿Mayo?. Ni lo sé ni me importa, qué huevos. Hace tiempo que no me importa tener o no tener un sentido práctico de la vida. Amanecer y arrear con lo puesto. Y buen descojono. Y a tomar por culo el circo. Total, de qué preocuparse. Yo siempre digo que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que me muera esta noche: o me muero o no me muero.
Cruzo la Avenida de Bilbao y paso por la Plaza de los Difuntos, en dirección a la parte vieja del barrio. En la acera del Club de los Jubilados me encuentro al Pichita. Hacía tiempo que no lo veía. Debe de haber estado en el talego otra vez. Siempre que me lo encuentro me acuerdo de la historia que cuenta de cuando fue a atracar el casino en el que curraba. Dicen que se presentó en el casino con una careta del pato Donald y una recortada. En cuanto entró por la puerta y dijo esto es un atraco se debió reír de él hasta el tonto de la goma. Pero Pichita, qué hostias haces, deja la cacharra, desgraciao, que te vas a meter en un follón. Y él que nada. Que no soy el Pichita y que me des la pasta que te frío los huevos de un tiro. Con una careta del pato Donald. Manda cojones. Seguro que habría visto alguna película yanqui de atracadores y se le iluminó la bombilla, al compadre. Esa debió de ser la primera vez que pisó la cárcel. Debió de gustarle porque en cuanto salió del maco lo primero que hizo fue sacarle los sesos a su madre con una cuchara después de abrirle la cabeza con la pata de un futbolín que tenía en casa de cuando era crío. Tenía diecisiete años. Ahora tiene cuarenta y no habrá pasado en libertad ni cuatro desde la primera vez que le echaron la cancela. Al pasar por su lado no hago ni mirarle. Hoy no estoy para que me dé la chapa nadie. Además, todavía me debe cien duros que le presté un día de debilidad samaritana que me lo encontré tirado todo chutao encima de un coche en la puerta de los municipales. Si el que no me de la paliza sobre lo puta que es la vida y lo que quería a su madre me cuesta cien duros de por vida pues alabado sea el Señor. Cien duricos de tranquilidad auditiva. Seguro que se acordaba bien poco de lo que quería a su vieja cuando le estaba endiñando con la pata del futbolín. Anda y te mueres por ahí. Me mira de soslayo pero su deuda para conmigo le impide acercarse a darme la catequesis.
-Con Dios, José, con Dios.
No le hago ni responder. Ahí lo dejo con sus bermudas de colores y la camiseta del Mundial 82 con el Naranjito dibujado. El hijo puta no tendrá donde caerse muerto pero siempre lleva el petardico en la boca. En este barrio el más tonto hace relojes. Lo que no sabe este ignorante es que en cualquier subasta de frikis, sí, de estos gilipollas que pagan tres mil duros por un tebeo de Spiderman, se sacaría unos cuartos vendiendo esa camiseta. Me vuelvo hacia él.
-Eh, te doy veinte euros por la camiseta que llevas.
-¿Por cuala, por ésta?- dice agarrándola de la pechera.
-Si, coño, por esa, veinte euros.
-Pero si ésta me la dieron con un bote de Colacao.
-Bueno, pues yo te doy veinte euros.
Se queda un rato dubitativo con los ojos entornados y el humo del petardo entrándole por la nariz, como sopesando el valor sentimental de la prenda, que yo sé que le suda el pepino. A un tío que mató a su madre por nada que coño le va a importar desprenderse de un andrajo.
-¿Y pa qué la quieres tú?- me pregunta echándose el pelo hacia atrás, como si fuese el moderador de la subasta.
-Pues porque resulta que el material del que está echa esa camiseta es el perfecto para limpiar la vitrocerámica de mi casa, fíjate tú. Y mira que la suelo limpiar con líquidos y eso, pero nunca se me queda bien, Pichita, compadre. Y es que ya nada se hace como antes, ¿qué no?
Lo he descolocado del todo. No sabe si darme la razón, reírme la vacilada o cagarse en mi puta madre, pero en cuanto saco los veinte euros se le olvida todo y se quita la camiseta. Al quedarse con el torso desnudo me fijo en sus tatuajes talegueros. En el pecho lleva tatuada una cara a tamaño natural del Cristo del Gran Poder con facciones mongoloides. Alrededor del cristo frases memorables: “Pichita no te quiere”, “No te olvido Rumbera”, “Tercio Sahariano Don Juan de Austria”, “Morir matando”. Aunque hay una que me pone los pelos de gallina. La tiene tatuada en el espacio que le queda entre el cristo y el cuello. Le llega de hombro a hombro. “PERDONAME MADRE”. Agarro la camiseta y, sin despedirme, salgo de la calle dando un rodeo por las chabolas de Santa Juliana. No me quiero encontrar con más taladrados hoy. Ya vale, joder. Bastante tengo con aguantar mi propio desequilibrio.
En la puerta de la primera de las chabolas hay dos gitanicos jugando en un charco mezcla de barro, mierda y algo así como gasolina o aceite. No tendrán ni nueve años entre los dos. En cuanto me ven salen corriendo hacia mí. El mayor de los dos lleva unas velas que le llegan hasta la barbilla. Los dos están desnudos.
-Un eurico, payo, un eurico.
-Venga, venga, a tocarle los cojones a otro.
-Venga, rabón, un eurico, tus muertos.
-¿Qué sois, los sordos del poblao?, ¡a tomar por culo, hombre!
De la chabola sale un gitano de unos veinte años con el torso desnudo. Lleva tanto oro colgando del cuello que si lo vendiese se podría comprar un chaleto de los guapos, de los que están haciendo por donde las piscinas. Me mira fijamente apoyado en el dintel de la puerta. Saca un paquete de Ducados y se enciende un trujas. Se me acerca.
-¿Qué, no te acuerdas de mí?
Me pilla de sorpresa. Creo que no tengo ninguna deuda ni trato pendiente con ningún gitano. Creo. Aunque vete a saber. Esta dispersión mental de los últimos meses igual me ha hecho perder los papeles del todo y la he liao con alguien.
-Pues no, compadre, ahora mismo no sé.
-Cuando era churumbelico me regalastes una bici, una Torrot con asiento de moto, ¿te acuerdas o no?
-¡Hostias, Tomasín!
Igual hacía diez años que no lo veía. Si, por ahí, diez años fácil. Entonces Tomasín tendría unos ocho o nueve años. Siempre iba con su hermano, el Alfonso, que sería un año mayor que él o así. Cuando nos juntábamos la cuadrilla en la Plaza de los Caracoles o en Los Montones a bebernos unas Sanmis y a fumar algún chiflillo siempre andaban por ahí remoloneando. Que si dadnos un cigarrico y unas caladicas de eso. Siempre desmadrados. Analfabetos perdidos. Su padre era el chatarrero del barrio y bastante tenía con lo que tenía como para tener que ocuparse de esas dos balas. Siempre aparecían los dos montados en una bici de carreras a la que le faltaba el neumático de atrás. Iban a llanta libre. Montando una ruidera del cagarse. Anunciando su llegada desde dos calles más allá. Nosotros les mandábamos a por un paquete de rubio o a por unas garimbas y a cambio les dábamos unos cigarros o unas caladicas del peta. Cuando le pegaban unos tientos al porro se ponían de lo más gracioso. Todavía me acuerdo de la rumba que siempre cantaba el Tomasín cuando se ponía moradillo.
… preguntas que quién soy yo, me gustan las borracheras y acostarme con el sol, de noche estoy con la luna, escuchando a Camarón…
Recuerdo el día que aparecieron los dos compungidos, con lágrimas en los ojos. Tomasín traía un lado de la cara hinchado y cojeaba.
-Pero qué ha pasado, Tomás, os la habéis dao con la bici, ¿no?, si ya te decía yo que con esa rueda un día os ibais a matar, hombre de Dios.
Miraban hacia otro sitio, con ese orgullo primitivo de los gitanos que tanta envidia me da.
-No, que nos han quitao la bici de la puerta de la chabola, ja. Algún hijo puta, ja, mala muerte tenga.
-¿Y lo del ojo y la cojera?-le pregunté al Tomás.
-Que encima se ha enterao el bato y me ha dao una paliza que casi me mata. Mala ruina.
Y mi compadre de correrías de aquellos tiempos, el Panda, le soltó la gracia del día.
-Pues daos una vuelta por Santa Juliana, que fijo que os la han quitado los gitanos, primo.
La carcajada fue general. A mí maldita la puta gracia que me hizo. Así que me fuí al trastero de mi casa a buscar mi bici de cuando chinorri y se la regalé. Una Torrot con el asiento de una Mobilette Ciudad. Cuando se montaron en ella para irse al poblao sus miradas reflejaban agradecimiento y respeto.
-Oye José, una cosica.
-Dime, Alfonso, compadre.
-No, que si ves a mi padre por ahí antes que nosotros pues a ver si le puedes decir que la bici nos la has regalado tú, que ya me veo llegando a la casa con la bici y se va a creer que la hemos robado y nos va a meter otra somanta.
-Tirad tranquis, no hay lío, yo se lo digo.
Ahora habían pasado diez años. Diez putos años. Tomasín se había transformado en un camborio hecho y derecho, con una poblada barba y greñas a lo Camarón, pero seguía teniendo el mismo semblante triste de la última vez que lo vi. El semblante de un niño al que le acaban de robar la bici. Una bici sin neumático trasero.
Tomás se me acerca y se agacha ligeramente, lo justo para agarrar del cuello a los dos gitanitos y empujarlos hacia la puerta de la chabola.
-Hala, padentro, venga.
Me ofrece un Ducados. A mi el tabaco negro me da puto asco. Todo lo relacionado con el tabaco negro me trae malos recuerdos. Pero se lo cojo. Diez años de separación de bicicletas bien valen un truja. Me ofrece fuego con un zippo dorado.
-¿Es de colorao?- le digo señalando con la cabeza al mechero.
-Claro, válgame, hombre.
Se crea una situación incómoda y cómica a la vez. Allí, en el camino sin asfaltar de las chabolas de Santa Juliana. Un gitano descalzo y pequeño, con anillos y medallones que brillan a la luz del sol de Mayo-¿o es Abril?- frente a un payo con camisa de cuadros y barba de dos meses, uno ochenta de estatura y más de cien kilos. Una especie de combate de esos de lucha mejicana o algo así. No. Es más bien un desafío entre pistoleros. Echándose humo de Ducados en la cara antes de disparar algún recuerdo que mate al adversario e irse a casa a recordar aquellos tiempos en los que bastaba una bici para pasar la tarde. Aunque no tuviera neumático trasero.
-¿Y tu hermano, el Alfonso, qué vida?
Por un instante parece evadirse del mundo. Se le acaba de descascarillar algo por dentro. Le da una fuerte calada al cigarro y me responde mirando al suelo.
-Se murió, ja. El pobrecico. Se lo llevó palante un payo borracho con un bemeuve.
-Vaya por Dios.
La madre que me parió. No se me puede ocurrir una respuesta mejor. Vaya por Dios. Pero seré bobo.
-¿Y sabes qué? -me dice, sonriente- iba montado en la bici que nos regalastes. En la Torrot con sillín de moto.
Le da una calada al truja hasta que lo deja incandescente y lo arroja con furia al charco en el que jugaban los churumbeles. Me mira sonriente.
-Oye, no querrás algo de potrico o de manteca, compadre. Te hago buen precio, ja, y te la doy de la que tengo casi sin cortar. Oles que te van a hacer los ojicos chiribicas, ¿eh?, venga, a cincuenta euros el gramico de ala de mosca, me maten, que de olerla se te pone la tranca como un puntal. Ay, lo que yo te diga, chache.
Del bolsillo interior del pantalón saca el chivato de un paquete de tabaco con perica. Le mete dentro la uña del meñique de la mano derecha y me la ofrece.
-Ale, dala padentro que la sopla el aire, chacho.
-Que va, Tomás, gracias tito, pero hace dos años me dio una taranta a la cabeza que casi me voy pal más allá y desde entonces no me endiño nada. Gracias de todas formas, compay.
Nunca fui muy de drogas. Lo típico, con quince o dieciséis años los porricos y eso. Algún gramico de espid si íbamos de concierto y poco más. Pero nunca más allá. Más que todo porque no teníamos ni un puto duro y la perica la andaban puliendo a doce verdes el gramo. Con doce verdes comprábamos una pelota de espid que no había Dios que te parara la mandíbula. Buf. Me acuerdo que una vez me echaron de una fábrica de direcciones de coche en la que curraba con mi viejo y me dieron cuarenta mil duros de finiquito. Cuarenta mil duros del año noventa y cuatro. Y el José con dieciocho años. Compré quince gramos de veneno y nos fuimos a ver a La Polla Records. Allí se endiñó espid hasta el apuntador. Pimpi, pampa. Gramo va, gramo viene. Recuerdo que al meterme la raya número catorce o la quince me dio un arrebato y tiré todo el veneno por el váter. A tomar por culo. Se acabó el endiñe. Creo que fue la última vez que me metí algo. Ah, no. Después me comí un tripi en los Sanfermines del año que conocí a Lucía. Joder que descojono. Los dos por todo el Chino meándonos de la risa y diciéndole a una camarera de las txoznas que tenía una nariz como un pomelo que a ver si era la hermana del Rosendo, el de los Leño. Ah, bueno, y en un Nafarroa Oinez hace tres o cuatro años también me comí un ajo con mi compadre el Peras. Si, pues esa sería la última vez, si. No, no, ha habido más veces, hombre. Hostias, pues haciendo cuentas no hace tanto que me dejé de meter, me cago en la puta. También está la vez que en Nochevieja, en el Alegría, un gabacho se le enganchó del cuello a la Lucía y le quería dar un beso. El hijo puta. Por la fuerza. Lo saqué del bar enganchado de la nariz con una mano mientras con la otra le iba metiendo puñetazos en una oreja. Cuando llegamos a la calle ya iba medio inconsciente. Después lo pateé con saña en el suelo. Con rabia desmedida. Liberté, igualité y la puta de tu madre, hijo de perra.
A todo esto Tomás se ha metido mi uña y se ha encendido otro Ducados. Sorbe por la nariz con fuerza. Se atusa el pelo nerviosamente.
-Pues nada, tito, pa cualquier cosica ya sabes donde está el Tomasín. Hala, nos vemos, chacho.
En el momento en que Tomás se mete en la chabola se hace de noche y empieza a refrescar. Me quedo como un bobo en el medio del camino. Mirando al charco que ha sido testigo mudo de diez años de recuerdos en apenas diez minutos. Me doy la vuelta. Mañana iré para la parte vieja del barrio, a ver qué pasa. Ya es un poco tarde y Lucía está a punto de llegar del curro. A ver si le apetece y vamos hasta el Eroski a comprar unas cervecillas y unas pizzas para cenar. Me enciendo un Marlboro con un mechero del Bar El Nido. Especialidad en Cocido y Frituras Variadas. Trato Familiar y Ambiente Agradable. No Se Barre Al Mediodía. Pienso en el zippo dorado. En Camarón. En el chatarrero. En Alfonso. En la Torrot con sillín de moto. En un malnacido conduciendo un bemeuve hasta las cartolas de cubatas. Ese es mi problema. Siempre, en cualquier situación, acabo pensando demasiado. De nada me valen estos últimos meses de entrenamiento autista. De nada. Pienso en cómo no pensar y me agoto y me cabreo y me cago en todo el santoral y se me van los días. Pensando. En como inutilizar todas mis neuronas. Creo que con dejar una que active mi sistema excretor para no cagarme encima sería suficiente. Pero no hay manera. En estas se ha hecho de noche. Una noche negra como el culo de un lobo. De las que a mi me gustan. En el camino de vuelta no se ve ni el escupir. A lo lejos las luces de Barrizal bailan en extraña mezcolanza con las del Eroski, las del Decatlon y las del Idea. Miscelánea de ofertas, demandas y tristeza infinita de puertas adentro. De seis a dos. De dos a diez. De diez a seis. La luz bastarda de los que desean encontrarse con Dios de una u otra manera. Para ajustarle las cuentas, supongo. O para arrodillarse a chuparle los huevos. Y en ese enjambre de bombillas me gusta pensar que falta la mía. Aunque sé que está ahí. Esperándome.
Canela en rama
(Relato incluido en el libro Resaca/Hank Over, un homenaje a Charles Bukowski)
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(Relato incluido en el libro Resaca/Hank Over, un homenaje a Charles Bukowski)
Canela en rama
Me está poniendo la polla como la pata de una cómoda, la muy hijaputa. Estamos en el rincón de siempre. El bar de siempre. La gentuza de siempre. El Canela, el Milhombres, el Pisacristos, el Pico, la Raja, la Seca y yo. El Milhombres y la Raja se están comiendo encima de la mesa. Al Milhombres sólo le falta meterle la lengua en el bolso. Se la mete en la boca como quien mete el desatascador en la taza del zambullo. Las manos no le dan abasto. Le aprieta las tetas con saña y a ella parece gustarle; pega pequeños gemidos tan sólo audibles para los que estamos más cerca. Lo de la Raja le viene por la cicatriz que le baila el rostro desde el ojo izquierdo hasta la boca, recuerdo de un madero cojo que le hacía de chulo en la Plaza del Castillo en sus tiempos de puta. Desde entonces mira y sonríe a medias, vive a medias y ama a medias, ya que en cuanto el Milhombres se descuida se rellena el chocho con el primero que le rule veinte euros. A veces ni eso. Una aspirada de Keta por una de polla. Un tiro de espid, una china, unas anfetas. Suficiente para alquilar el coño. La cuadrilla parece ajena al show. Cada uno rumia sus pensamientos entre el sopor del caballo, cuyo rastro todavía cabalga humeante en el papel de plata que el Canela sostiene con una mano debajo de la mesa. Con la otra tamborilea descompasado en mi brazo izquierdo mientras su sonrisa mongoloide mira a la nada con pupilas como cabezas de alfiler. El Canela ha salido hoy del hospital. Se supone que lo estamos celebrando. Se ha tirado quince días en la UCI mirando el filo de la guadaña con quince centímetros de navaja entre las costillas. Todo sucedió en la puerta del Reve. Mira que les tengo dicho que no tenemos que ir a esos antros y menos a las horas en que vamos, en las cuales está infectado de pestañí en todas sus variantes: maderos, munipas, forales, picoletos y escoltas. De todos es sabido que el puto Reve es a donde van en sus ratos de esparcimiento. Pues no. Nos chaparon los garitos de costumbre y al Reve. La movida empezó en la puerta. Los gorilas rusos que hacen de cancerberos les echaron el alto al Pisacristos y al Pico. Que si a donde vais con esas pintas de pordioseros. Que si a pedir a otro sitio. Que si esto es un club privado y no un albergue de Cáritas. Y partiéndose el culo, los hijos de mil perras. En definitiva, que a los dos minutos se había montado una buena pajarraca. El Pisacristos estaba fuera de combate de un tortazo a mano abierta. El Pico le había metido a uno de los rusos una patada en los cojones que lo había vestido de torero y corría por la Avenida de Bayona perseguido por otro. A mi me habían hecho una llave de esas orientales que no sé como cojones me inmovilizó hasta las pestañas. Mientras, el Canela, de mala ralea y curtido en mil tanganas, estaba siendo rodeado por la multitud de autoridades de paisano que entraban o salían. Malo. Jugando en campo contrario y con el árbitro comprado el partido estaba perdido. En cuanto conseguí zafarme del ruso intenté mediar entre el Canela y la humanidad. Imposible. Enseguida diluviaron guantazos, puños y patadas. El Canela empezó a gritar: me han mojaaao, mecagonsusmueeertos, aaay, que me han mojaaao. Se agarraba el costado con las dos manos mientras una cascada roja le manaba entre los dedos. Al olor de la sangre, al contrario de lo que pasa con los carroñeros, desapareció todo el mundo. Tenía buen tajo el Canela. Ay, por tus mueeertos, no me deeejes, compaaai. Se le oía la respiración como un fuelle. Tranqui, Canela, que estoy aquí contigo. Llamé a un taxi después de registrarle los bolsillos buscando calderilla al Pisacristos, que seguía inconsciente. Con ayuda del taxista los metí a los dos en el asiento de atrás y a toda hostia para Urgencias de Virgen del Camino, jefe, que el asunto está nublao. El bastardo del taxista no paraba de blasfemar: me cago en mi vida como me estáis poniendo el taxi, a ver quien cojones me limpia a mí esto. Le tuve que dar dos cogotones bien dados además de amenazar con violar a su mujer y a sus hija que me miraban sonrientes desde sendas fotos en el salpicadero si no se callaba la boca de una puta vez. Al llegar no hizo falta hacer ademán ni de pagarle. Hasta me ayudó a descargar a los dos perlas. Valiente payaso. El caso es que el Canela llegó por los pelos. Había perdido mucha sangre y el pinchazo le había perforado un pulmón.. Lo del Pisacristos no era nada. Un golpe en la cabeza al caer del que se despertó mientras esperaba a que llegaran los enfermeros. Así que aquí estamos, celebrando la resurrección del Canela en silencio, mirando como se miden la boca el Milhombres y la Raja, que a estas alturas van camino del baño con los pantalones por las rodillas y las lenguas anudadas. Pero la que me está poniendo el rabo firme es la Seca. La Seca es la novia del Canela y está de buena que no sé como no revienta. Mientras el Canela ha estado hospitalizado me la he estado calzando. Sistema de cama caliente creo que lo llaman en los submarinos. Como casi siempre está borracha es fácil llevársela al catre. El primer día que follamos fue cuando estaban operando al Canela, en un cuarto de servicio del hospital. Le va la marcha que no veas. Venga, bujarra, maricón de mierda, hijo de puta, métemela por el culo. Si, por el culo, méteme hasta los huevos, venga, bujarrón, qué eres un bujarrón. Y yo que me ponía como loco y le daba de guantazos en la cara con las dos manos mientras se la endiñaba. No sé qué le contaría después al Canela, cuando iba a visitarlo con moratones de más y un diente de menos que le salté un día que le di con el puño. El caso es que el Canela está embalsamado de jamaro y la Seca me está restregando el bullas disimuladamente por la pierna mientras baila al ritmo de los Pata Negra. Serás zorra. El Canela nos mira como miran las vacas al tren. No sé donde meterme. Cojo al Canela por los hombros y lo miro fijamente a los ojos. Canela, vente conmigo ahí abajo que te quiero contar una cosa. Lo quéee, compaiii. No meee lo pueeeedes contaar aquíii. No, canela, qué es muy serio, vamos abajo, al Callejón del Perro, y hablamos tranquilicos. Bajamos al callejón a trompicones, abrazados. El Canela no se tiene casi en pie. Eeeres un amiiigo de veeeerdad, compaiiii, me salvaaaste la vida, no séeee si me entieeendes. Me besa continuamente las mejillas con su puto bigote húmedo cepillándome la cara. Me doy cuenta de que no ha soltado el papel de plata de la mano. Lo vuelvo a coger de los hombros y lo pongo contra la pared. Me sonríe con los párpados a media asta. Todavía está sonriendo cuando se da cuenta de que le vuelve a manar una catarata roja del cuerpo, esta vez del corazón. Le asesto otra puñalada. Otra más. Deja ya de sonreir, subnormal. Otra. No sonrías más, cabrón, muérete ya. La navaja entra con dificultad, tiene el cuero duro el muy hijo de puta. El día de la movida del Reve, sin embargo, le entró como un guante, no tuve que hacer casi ni fuerza. Después de doce navajazos me doy cuenta de que me estoy poniendo hecho un cristo de sangre. Lo suelto pero incomprensiblemente sigue de pie, apoyado contra la pared en una posición ridícula pero que por lo visto le hace mantener el equilibrio aunque esté más muerto que mi padre que en paz descanse. Remato la faena cruzándole la cara con la navaja repetidas veces. Sonríe ahora si tienes cojones. Sonríe ahora. Vuelvo a subir las escaleras del bar pensando en la de buenos ratos que hemos pasado el Canela y yo en éstos lugares. La de veces que de chinorris nos peleamos con los Tupas y los del Chucho en el Callejón del Perro. Después vinieron los primeros porros compartidos, las primeras chutas compartidas. También el sida lo compartimos. Pero en ésta te las ves tú solo, Canelita. Ay, Canela, siempre fuiste un gilipollas. Al entrar al garito la Seca me abraza y me arrima el bollo a la pierna. Eh, semental, dónde te habías metido, vamos al baño, que me parece que el Canela se ha najao. Le agarro la cabeza con violencia y la acerco a un centímetro de mi cara: espérame un segundo aquí que voy a lavarme las manos y después te vas a bajar conmigo al callejón que quiero que veas una cosa mientras te rompo el cacas. So puta.
De alas y plumas
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(Prólogo al libro Mago de Oz en imágenes II, de Carmen Molina)
De alas y plumas
Permítanme los posibles lectores de este innecesario y a todas luces inútil prólogo que, dado el carácter biográfico de la presente publicación no me centre en la obra, vida y milagros de Mago de Oz, cuyos logros, hazañas y tumultuoso devenir por la senda del tablao y la farándula se relatan en las páginas siguientes con mimo minucioso y mirada de dios tuerto, que es el dios de los ateos y el que nos hace inmortales; a nuestro pesar pero con nuestro beneplácito, todo ello dependiendo de lo larga que la quiera uno exhibir o de lo corta que la quiera ocultar, pues de todos es sabido que en la parcela de rock que nos toca habitar a los implicados, tira más pelo de escroto que yunta de bueyes. Y de eso es de lo que quería, con su permiso, hablarles. De tocar pelo. De Txus.
No sé a ciencia cierta cuando fue la primera vez que nos vimos, pero recuerdo perfectamente la primera impresión mutua. Porque estoy seguro de que fue la misma. Nos abrazamos como viejos compadres que poco o nada tienen que escupirse a la cara a pesar de hacer décadas de no saber el uno del otro, pero que han tatuado con sangre en la entrepierna de esa puta que se llama memoria las consecuencias del compartir el tamaño de la boca y el ojete. De la ascensión y la caída libre. Del no saberse jueces de nada y practicar el sano ejercicio de la libertad a sabiendas de que éste implique una aterradora soledad llegando a la meta. Dispuestos, como caballeros que son, a pagar la factura dejando una generosa propina. Esparciendo los billetes que expende el alma por la barra y despidiéndose con dos besos de esa vida que reclama lo suyo mientras le susurran al oído: cóbrate, hija de puta.
En mis primeras andanzas rockeras, en los impúberes tiempos en los que miraba hacia atrás por si Salieri o Robert Ford me andaban buscando el orto, siempre me encontraba con la sombra alargada de Txus. Algunos de sus seguidores me acompañaron a paso ligero contándome su última batalla con los molinos o cómo después de ésta el bilbaíno había escrito con savia de sus nudillos unas canciones que hablaban de fiestas paganas y amores emputecidos. Y así me enteré, sin quererlo y sin tener que escuchar sus discos, de que los Mago intentaban bajar de una cruz arrabalera a un Cristo que tocaba el violín y que reclamaba con voz de tierra un cañón de luz y unos pantalones de cuero. De que habían encontrado el fin de la tierra y que no era para tanto mientras hubiese persianas y teléfonos que no sonaran antes del mediodía. De que la palabra Gaia se pronuncia con acento mejicano, o argentino, o estadounidense, no logro recordarlo bien, tantos son los colores del polvo que manchan las suelas de sus botas de piel de serpiente. Así me enteré de que Txus y yo teníamos la lengua fabricada con el mismo material. Por eso supe antes de cruzarnos la mirada que las muescas de su dentadura encajarían con las de la mía y que su mano, tal que la mía, se cerraría en puño una y mil veces para defender su feudo, su Yo. Y con la otra, a quien lo merezca, una paja.
Decía Unamuno que, el que defiende el Yo, defiende todos los Yos: es el nosotros. Así que, lejos de enojarme cada vez que Txus suelta a la viperina para que muerda a los ignorantes, a los hueleculos y a los recaderos de este mundillo de hijos de perra, analfabetos y hartos de pan duro, yo siempre pienso lo mismo: ole tus huevos toreros y tu pecho palomo.
Me susurran las pupilas ajenas que el Txus ha desistido en lo de implantarse alas de mosca para volar pero que, paradójicamente, avanza mucho más rápido sin ellas: aunque no sé qué me da que Olatz ha tenido mucho que ver en ello. Pero esa sería otra historia y son otras manos las que tendrán que escribirla; quizás las del tiempo asesino. Me consta que últimamente se ha autoproclamado Rey del Burdel y que, desde su trono, las palabras que a cualquier otro le pesarían y doblarían la espalda como un saco de yunques, a él le resultan tan livianas como las plumas de sus boas.
También me llega a la pituitaria que la voz de quebrar cristal de Joselito, como yo le llamo siempre cariñosamente, ya no camina por encima de las baldosas amarillas y que se ha puesto las botas de derribar tabiques e intentar así que entre la luz necesaria para ver crecer sus semillas. Ojalá ninguna nube enturbie el butrón y quede esa sonrisa que tanto me gusta tan perpetua como la piel erizada de tantos seguidores que esperan que su partida esté marcada por el regreso del hijo pródigo. No lo sé. Supongo que él tampoco. Pero sé de la tristeza infinita de sus fieles. Y él también.
Hace tiempo que Txus y yo no hablamos ya que mi teléfono móvil está acariciando con la espalda el lecho del río Arga y lo del Internet a ambos se nos antoja una extremidad del demonio, pero me dicen las aceras que quiere que le escriba algo para su libro y, aunque no sé muy bien qué es exactamente lo que espera de mí, eso es lo que estoy haciendo en esta madrugada fría de Ducados Rubio y ron sin hielo y sin coca-cola, que quita el sueño. Y el sueño no quiero que me lo quite nada ni nadie. Igual que a él. Así que, cada vez que debajo del ala de nuestros respectivos sombreros se encuentren nuestros alientos y el camino llegue a su fin sabré que, quizá y después de todo, no estoy tan solo. No estamos tan solos. El Txus nos está esperando. A ti, a mí, a Joselito, al dios de un solo ojo, a Unamuno, a Don Quijote y a la puta que nos parió a todos. Con las manos preparadas para el abrazo o el puñetazo. Pero eso depende de nosotros. Yo de momento ya me he sacado la polla. Sé que le va a gustar. Al muy cabronazo.
De como serle fiel a una veleta
(Prólogo al libro de relatos Jirón, de Kike Suárez Babas)
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(Prólogo al libro de relatos Jirón, de Kike Suárez Babas)
De cómo serle fiel a una veleta
De todos es sabida la inutilidad de los prólogos. Yo al menos siempre me los salto. O casi siempre. A no ser que el plumillas que hace el interludio sea de mi agrado o de mi colección particular de desequilibrados, al prólogo le van dando. Así que cuando hace unos días, en el transcurso de nuestra mensual charla telefónica de cortesía, el Babas me pidió uno para su nuevo artefacto, no pude menos que sonreír. Que cabrón. Pues claro que sí, mi compadre, esta noche me pongo y gloria bendita que para mañana lo tienes en el portapapeles. Mentira puta. O mentira a medias. Me explico. Esa misma noche, tres paquetes de Luki Trikis y dos cartones de leche fueron testigos de que lo intenté. Me batí como un titán intentando no sucumbir al canto de sirena de las chupadas de polla gratuitas. Quince líneas. Seleccionar. Suprimir. Un título sugerente: El Tom Waits de Hortaleza. Joder, que puta mierda. Seleccionar. Borrar. Citas de incunables. Pedantería elevada a su grado máximo. Seleccionar. Suprimir. Las cuatro de la mañana. Va a llover dentro de la habitación, de la humareda. Suprimir. Suprimir. Suprimir.
El disco de Doctor Deseo que puse para inspirarme (maldito y embustero Picasso) ha debido de dar unas doce o trece vueltas. Me resuena la respiración por encima de la voz de Francis: Que no se me escape nada, que no pierda un segundo, aunque éste sea triste. Y en ese momento, y de la mano del alba, como en las malas películas románticas, tachán: recuerdos y melancolía. Año 99, Bar Terminal, Iruña. King Putreak acaba su actuación entre los aplausos de veinte personas, entre ellos un chaval de Berriozar fascinado por el libro Nadie come del aire, cuyo ejemplar les ofrece para la obligada signatura con las manos temblorosas. Ese churumbel era yo, imberbe y con treinta kilos menos, pero el mismo que sigue alucinando con cada historia que me cuenta Babas cada vez que bajo a Madrid. Siempre le llamo. Quedamos, nos besamos sinceramente, buscamos una mesita en el bar más cercano y escucho. Cuantas cosas se nos escapan a los pueblerinos, cojones, a veces pienso, mientras me cuenta de sus encuentros con tal o con cual y yo, con los ojos como platos, me enciendo mi cigarro numero treinta y cinco y Paco Martinez Soria me mira desde el espejo del bar con la cesta de los pollos como diciéndome: cuando acabes de escucharle tira pa Berriozar, pa tu sitio, ancagüa, Chita, ancagüa.
Sé que esto pueden parecer balbuceos de compadre bienquedas. Pero no lo son. Por mis muertos. Cuando los Marea tocábamos en bares y no éramos, a los ojos de la humanidad, más que unos imitadores de Extremoduro que estaban dando sus primeros y últimos pasos, Babas y Begotxu nos dieron las llaves de su casa, las de su Hortaleza, las de sus sonrisas. Esas siempre se las devolvimos. Las de sus corazones nos las quedamos. La química siempre funciono entre nosotros, aunque en cuestión de química, el combate Berriozar – Hortaleza, todo sea dicho, siempre acabó en el primer asalto con la victoria por K.O. de los madriles. Pues buenos son. Me acuerdo del rechinar de mandíbulas en un bar de Vallekas mientras el Bruno nos contaba todo serio la paliza que le habían metido unos nazis y el Alén y yo partiéndonos el culo de risa en el suelo. Y la Grutta 77 a reventar para vernos hacer un acústico junto con un montón de músicos más. Lo montaba el Babas y nosotros fuimos porque nos llamó él. Por ver la cara de felicidad que tenía al terminar el bolo hubiéramos tocado todos los días del mes. Os lo juro. Y las veces que le pedí ayuda y consejo, bufff. Y la encerrona que me hicieron los de Dro para no invitarle a comer. Y así hasta cien mil. No tengo ni puta idea de la acepción que en el Diccionario de la Lengua se le da a la palabra amistad, pero fijo que tiene que ser algo parecido a lo que siento yo por el Babas. Fijo.
Y como podéis ver, a estas alturas, ya estoy preso de los cantos de sirena de los que antes os hablaba, y no le hemos hecho ni puto caso a la cuestión que nos ocupa. El libro. Y que coño queréis que os diga. Pues que me parece que Kike Babas es el mejor escritor en lengua viperina que he leído. Y punto. Así que ahora mismo le voy a llamar para decirle que ya tengo su prólogo y que siento el retraso y bla, bla, bla….. También le preguntaré por Begotxu y por sus niños. Seguro que tiene cinco mil proyectos en mente, el muy bandido. Le diré que los discos de Tom Waits que me recomendó no me han gustado nada y que me recuerdan a The Vientre, pero en malo. Le diré sin mentirle que nos vemos pronto y que se cuide. A esto último no me hará mucho caso, porque en contra de lo que alguien le dijo acerca de que la fidelidad de su veleta no es al viento, yo creo que sí. Vaya que sí. Lo que no le voy a decir es lo mucho que me ha gustado el sabor de su polla. Aunque creo que ya lo sabe. Mi compadre.
De donde el aire da la vuelta
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(Hoja de promoción para el disco De donde el aire da la vuelta, de Iratxo)
Iratxo
De donde el aire da la vuelta
Siempre he pensado que no hay mestizaje más puro que ser mitad aire y mitad viento, y esa es la sensación que queda tras paladear este magnífico primer trabajo de Iratxo: aire puro, ventanas abiertas, goznes arrancados y brazos de par en par. Y una arenga constante: hay que mirar hacia el sur, hacia donde el aire da la vuelta en busca del corazón para hacer el mismo trayecto una y mil veces besando cada paso dado en falso. El mismo aire indómito que durante el 2007 quiso posarse en el centro del pecho de Madrid para silbar las catorce canciones que componen el disco. Al oído, sin urgencias, dejando que bailoteen los pies, que nos lleven y nos traigan, haciéndonos un poco más libres, un poquito menos tristes. Catorce besos con los labios entrecerrados siempre buscando la boca presta de sus Iratxos, dígase Sergio y Alex a las guitarra, Ana a la percusión, David a la batería, Adrián al bajo, Txikitín a la trompeta y Yanina al saxo. Todos ellos saben que sus manos son agradecidas y se dejan querer cada vez que Iratxo canta dando las gracias. A su guitarra, su sonanta, su bajañí, en definitiva: a sus alas. Las mismas alas que, si queremos y sabemos escuchar, también pueden ser las nuestras. Las mismas alas frágiles y poderosas que arropan y elevan. Que desnudan y asolan. Alas de colores pintadas por sus compadres. De azul cielo en el caso de los maestros Carlos Chaouen y Paco Cifuentes, de verde olivar en el de su paisano Albertucho, de gris tormenta en el de Kutxi Romero, de color madera de paleta de pintor en el caso de Canteca de Macao. Y entre todos dejan claro que al arlequín le faltan colores, que los barcos no se hicieron para navegar en botellas, que por Lavapies ondean banderas piratas sin sueños y que ojalá sea esta la primera y no la última vez que se planta hierbabuena en los bordillos de la libertad, aunque esa palabra pese mucho. Así que vamos a dejarnos de vendavales y a vagabundear río abajo, buscando nosotros también el sur, y así quizá encontremos la felicidad de perder el norte, sabiendo que tal vez no haya vuelta atrás. Ni falta que hace. Eso tan sólo lo saben el aire e Iratxo. Y yo no se lo pienso preguntar. Tú tampoco debieras. Lo mejor será seguir el rastro de sus bellas canciones. Y recuerda: mirando al sur. Siempre hacia el sur, amigo.
Dibujar con sangre
(Prólogo al poemario Poesía de barro, de Domingo Serrano)
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(Prólogo al poemario Poesía de barro, de Domingo Serrano)
Dibujar con sangre
No recuerdo con exactitud cuando conocí a Domingo. Supongo que sería en algún acto relacionado con los Marea. Alguna presentación o entrevista o algún evento de esos en los que con cuatro tragos de por medio haces buen rollo con alguna persona que salta a la comba a la vez que tú y se te olvida qué cojones habías venido a hacer a Madrid y al final acabas abriéndole el pecho para que se asome a mirar a alguien a quien has conocido hace dos horas pero que parece un viejo amigo al que simplemente hacía mucho que no veías el blanco de los ojos. Yo prefiero pensar que nuestros corazones se conocían desde el principio de los tiempos y que lo único que hicimos Domingo y un servidor fue poner nuestras palabras y carcajadas a su servicio. En ese acto me parece recordar que también tuvo mucho que ver un viejo poeta salmantino que pastorea a caballo y cuyo verso salvaje se nos ha unido en más de una ocasión para hacernos sentir más vivos aún si cabe. En esos tríos, la poesía siempre ha estado presente. Siempre. El de Puerto de Béjar hace poesía respirando y Domingo sonriendo. Tienen ese don. Son poetas. De los de verdad. De los que me dan envidia. De los que pueden morir sin haber empuñado un lápiz ni escrito un verso y de los que en su sepelio se puede gritar en voz alta la palabra maldita: poeta. Porque uno no es lo que dice, es lo que hace. Y Domingo, El Abuelo, hace poesía. Y no lo sabe. Por eso escribe. Sin saber que no le hace ni puta falta. Pero lo entiendo. He conocido a un puñado de corazones generosos y mi compadre es uno de ellos. Cuando se tiene el corazón tan grande es un acto de egoísmo no repartir trozos a los necesitados. Por eso se escribe. Por eso se canta. Por eso se ama. Por eso este libro chorrea sangre y palpita. No es un libro; es un corazón.
Sé que debería explicar al supuesto lector, de un modo u otro, lo que se va a encontrar en estas páginas, pero Domingo me sobrevalora: yo eso no lo sé hacer. A mí me importa un huevo lo que piensen las manos, la tinta, el aterrador papel. A mi me gusta lo que dibuja la sangre. Y su sangre es espesa y brillante y dibuja un paisaje en el que no hace falta buscarse mucho porque te encuentras enseguida, a poco que se te erice la piel o se te pongan los labios en forma de beso. Si alguna vez te visitó la tristeza; te encontrarás. Si sabes que todo es efímero y que sonreír es lo único que queda; te encontrarás. Si lo que más quieres en el mundo te lo puedes llevar en una mano; te encontrarás. Yo me he encontrado en todas las páginas y me he ensuciado con su sangre. Y no me pienso lavar, porque quiero exhibir las manchas para decir sin tener que abrir la boca que yo salgo en el dibujo de Domingo.
Hace tiempo leí en la prensa una entrevista a un escritor en la cual decía que a él, el cerebro le latía y el corazón le pensaba. Pobre hombre. A Domingo le laten las dos cosas. Y no le hace falta escribir, repito, pero lo hace. Aunque le sangren las palabras. Qué envidia. Así que abrid este corazón por la primera página y engalanaos con lamparones para poder responder orgullosos cerrando los puños y sonriendo al que os pregunte por las manchas: yo salgo en el dibujo de Domingo.
Dícese de la manera más inútil de perder el tiempo
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El año que trafiqué con royalties
(Artículo para la revista Rolling Stone)
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(Artículo para la revista Rolling Stone)
El año que trafiqué con royalties
(un topo en las entrañas de la SJAE)
Para introducirme en las oficinas de la SJAE, todo ha de comenzar con una buena caracterización del personaje que quiero encarnar. Ha de ser un disfraz perfecto que me permita desenvolverme con total desparpajo y soltura por la capital de la creatividad y el tanto por ciento sin levantar sospechas. Los primeros intentos son descorazonadores. No hay manera de ponerme el peinado de Tecly Flautista. Claro, ingenuo de mí, en tan sólo diez minutos intento lograr la perfección capilar de un maestro con el cepillo por la espalda, por los conciertos y salas de ensayo y coronar la faena perfecta con las manoletinas incólumes y la vuelta al ruedo. Y la coleta que se la corte Luis Cobros. Ay, jovenzuelo, eso no puede ser. En fin, tras desistir de alcanzar el ángulo perfecto de la raya lateral (en la cabeza), pongo todos mis esfuerzos en lograr la textura facial de Ramonlín. Quince litros de crema hidratante y dos pulpos de la furgoneta enganchados a los pendientes son testigos del espantoso resultado. La desesperación se adueña de mí. Dios mío, dame paciencia, porque como me des fuerza lo de las torres gemelas va a parecer una travesura impúber en los Padres Salesianos. Se me ilumina la bombilla al encontrar en el baúl de logística un antiguo teclado marca Casio de los de a tres palillos con la carabina en atracciones José Luis. Una vez desmontadas las teclas blancas y colocadas sobre mi dentadura me dejan el aspecto deseado. Sí, ahora basta con ponerme la peluca de Nochevieja para ser un clon de Ana Bailén. Ahí estáaaaaa, la pueeeeeeeeeta de Alcaláaaaaaaaaaaaa. En mi caminar hacia las oficinas del templo descubro in situ lo acertado del disfraz. Que si Ana por aquí, que si como está Víctor, que si el abuelo fue picaor allá en la mina, que si estás más guapa que un tirabuzón. En fin, quitando a dos o tres transeúntes que me confunden con la Veneno y que me ofrecen tardes de lujuria por sesenta euros creo que estoy preparado para la inmersión. La entrada en las oficinas no puede ser mejor. Desde el portero al ascensorista, pasando por el que cambia los ceniceros, el que expende las facturas falsas, el encargado de los robos a mano armada, el defensor del patrimonio de David Pimbal, el peluquero de Frustramante, el verdugo de piratas de la Glorieta de Rebajadores y uno que tocó el piano con los Leño; todos me confunden con Ana. Conforme avanzo por pasillos y dinteles que harían las delicias de un vaticano que, al lado de la oficina del presidente de este xanadú de la genialidad parece una tienda de Todo a 0,60, los bolsillos se me van llenando de presentes. Dígase discos promocionales, maquetas de artistas que ya, ya, (ya verás Ana, éste se lo come tó), deuvedeses de los primos feos de Chupa Dance y tickets de comidas de empresa (toda clase de comidas). El nerviosismo me afloja el vientre. En lo que parecen ser los baños hay una máxima escrita en una placa que parece colorao del bueno: San Alejandro bendiga esta casa. Vaya por Dios, ahora me suena el móvil. Si, quién es. Kutxi, que soy yo, tu madre, que por fin ha llegado el dinero de la sociedá esa de autores que estabas esperando, dos mil euros. Olé. Tiro al water la peluca y los dientes y salgo taconeando por el pasillo cual Fred Astaire. Por fin podré comprarme esa estantería del Ikea que tanto me gusta para poner encima mis discos de oro. Con lo que me sobre igual hasta me compro algún disquillo. Bueno, que le den por culo a los discos, con lo que me sobre voy a dar la entrada para hacerme un lifting como Dios manda. Lo mismo hasta reponen el Lingo y me dan un currillo, mira.
El cedé
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(Hoja de promoción para el disco El cedé, de Losdelgás)
Losdelgás
El cedé
Los que piensan que el rock and roll siempre fue sinónimo de macarreo, bugas, alpiste y viva la virgen están de enhorabuena con la aparición de éste primer trabajo de Losdelgás. En el podremos corroborar que lo antes dicho no está reñido para nada con el buen gusto, el aliño fino y la perfecta ejecución de los catorce temas que lo componen. Y no lo digo yo, ojo, que lo avalan los currículums impresionantes de estos butaneros doctorados en mercenariazgos orquestiles varios que abarcan toda la gama existente de instrumentos de cuerda, viento y percusión, así como en traumáticas experiencias sinfónicas. Mas líbranos del jazz, amén. Igualmente impresionante es la diversidad de estilos que se pasean por el susodicho disco que tiene como base y origen primigenio el rockanroll más ancestral y añorado, dígase: Pon tus barbas a remojo, Solo como amigos, (en la que se puede oler a los Burning de los ochenta) o Entre tiburones, en la que un servidor se place en descascarillarse la garganta para deciros que os andéis al loro cuando nadéis en las aguas bravas de las aceras y la farándula. En Quemando rueda se juntan el Alfredo y el Drogas, de los Barricada, para dejar su impronta en la que quizás sea la canción más macarra del disco; canción de parking de baruzo, de coche con las puertas abiertas y loro de cassette atronando, de sala de juegos con ruido de bolas de futbolín. También hay lugar para los medios tiempos con Quiero ser famoso y Amante gris, la primera engullendo toda la ironía para dejar a la segunda desnuda en una cruda y sincera declaración de amor. El funky de Ya no te creo, el country de Safari en la ciudad, la actualísima Analiza tu esfínter, el Just a Gigolo transformada para la ocasión en la benemérita Quiero ser picolo, la punk-rock Por eso bebo, aderezada por la voz de Mitxel Ortega y los ZZ top diciendo que No quiero terminan de conformar el grueso de estas canciones arrebatadas de humo, copazos con hielo y no me comas las patillas que llevo un pedo como un barco. Para finalizar me imagino a Pablo Milanés sonriendo al ver a estos delincuentes en una orgía frenética y a la par cariñosa con su Yolanda, de la que hacen una versión de quitarse el sombrero y pisotearlo. Juan de los Sociedad Alkohólika muta en Rafaella Carrá una vez más para cerrar el cedé con esa demencia titulada Pero tú de qué vas. Si nos fijamos bien, en dicha canción nos encontraremos psicofonías de la Marlene Mourreau, el barbudo de los Pimpinela y el bigotes de los Camela. Cosa fina. La banda la componen Gorka Aginagalde a la voz, Javier Area a la batería, Ritxi Salaberria al bajo y la voz, Xanet Arozena y Sergio Callejo a las guitarras y el Pirata a la voz, el teclado, la acústica, los vientos, la armónica y más porque no le dejaron. Fue grabado en el estudio Vade Records de Errentería y mezclado en el estudio de MIK en Bera. Ahora no queda sino arrimarse por cualquiera de los bolos que les llevarán de punta a punta del estado para comprobar que sí, que es verdad, que el rock no es tan solemne como lo pintan los guiris ni puta falta que hace, que se van a dejar las espitas abiertas para que nos acerquemos a oler, que nos quieren hacer pasar bien el rato. Así que vamos a arrimar unas cerillas a éstas geniales bombonas. Y a ver qué pasa.
El espejo del Patxi
(Prólogo a la reedición de la novela Atrapados en el paraíso, de Patxi Irurzun)
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(Prólogo a la reedición de la novela Atrapados en el paraíso, de Patxi Irurzun)
El espejo del Patxi
Se lo llevo diciendo al Patxi desde hace un montón de años. Compadre, qué pasa con el Atrapados en el paraíso, tío, que es tu mejor libro y está descatalogado y yo estoy hasta los cojones de dejárselo a avergüenzafamilias a los que después tengo que perseguir para que me lo devuelvan y así poder seguir prestándolo. Cabe decir que dicho monólogo por mi parte siempre va envuelto en vapores de espirituosos de alta graduación entre los cuales se difumina el Patxi con la sonrisa hacia dentro y la calada profunda, lo cual me hace pensar que nunca me ha hecho ni puto caso. Y hace bien. Nos conocemos de viejo y es de las pocas personas conscientes de que lo mejor es darme la razón como a los futbolistas. Porque Patxi, tal que los animales y los japoneses, sabe que las cosas son como son y que a ver quién pollas soy yo ni nadie para ir en contra de los designios de la naturaleza, las gónadas propias y ajenas y mucho menos de la literatura. De la suya, claro. Porque ahí sí que estamos de acuerdo. Me atrevo a afirmar que a un servidor le importa tanto la escritura del Irurzun como a él mismo. Por distintos motivos, es obvio. Los suyos los saca en pelotas al balcón de la Plaza del Ayuntamiento en pleno seis de julio, los pone a vender el culo a doblón en los wateres del Eroski, los embriaga de Moët & Chandon y cerveza guarra y los abofetea con una mano mientras con la otra se la casca. En definitiva: los engaña y ellos se dejan. Mis motivos son más pragmáticos; menos valientes. Cuando las ínfulas de escritor afloran y hacen que me plantee dedicarme seriamente al segundo oficio más antiguo del mundo, cojo cualquier libro del Patxi y se me quitan las ganas y todo vuelve a su ser: Romero, a tus cancioncitas, que por ahí vas bien. Este partido no lo ganas ni saliendo con treinta goles de ventaja. Y a uno, que es más chulo que cagar de pie, que para no ganar ni juega, no le queda otra que encerrarse en sus doce o quince versos de mierda y no asomar mucho la cabeza; no vaya a ser que le saque un ojo este hijo de puta. Literariamente hablando, claro.
El otro día nos encontramos en un concierto de los Bocanada. Hacía tiempo que no nos veíamos el blanco de los ojos. A los dos minutos de conversación se lo volví a preguntar, como siempre: qué hostias pasa con el libro. Él luchaba por mantener la verticalidad mientras intentaba emparejar el extremo de un cigarro con la llama del mechero y yo procuraba no orinarme encima mientras asfaltaba con arcadas de destilados inflamables el parking del polígono, así que recuerdo a grandes rasgos que me dijo que sí, que los de Pamiela lo iban a reeditar y que a ver si le escribía unas líneas. O quizá tan sólo tarareamos alguna de los Barri y lo que pasa es que me gusta tanto como escribe que las ínfulas antes citadas me han hecho pensar que está ansioso porque le escriba algo. Ni puta idea. Lo que sé es que lo vi irse trastabillando por los sembrados y que yo me desmayé entre dos coches y que no hemos vuelto a saber uno del otro hasta hoy, en el que he sacado de la estantería la primera edición de Atrapados en el paraíso y me he dicho: qué pollas.
De la misma manera que no hay que ser un gran analista científico para dilucidar, así a simple vista, que los cojones de Usain Bolt tienen que ser como el hollín, ni que si lo que pisamos huele a mierda y tiene textura de mierda hay un alto porcentaje de que sea mierda, Patxi sabe que esto que tienes en las manos no es un libro: es un espejo. Y lo único que espera es que nos miremos en él y allá nosotros con nuestra cuchara. Y que ante todo, y por encima de todo, le demos la paliza lo menos posible. Y lo hace así, como quien no quiere la cosa, como antes decía; con la comisura remachada y los pulmones incandescentes. Qué envidia. Qué puta envidia.
El sino de la lengua
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(Prólogo al poemario Celesto de Calabrez, soy yo, de Daniel Sancet Cueto)
El sino de la lengua
He de reconocer que me ha parecido vislumbrar la poesía como un algo tangible en algunas ocasiones. En ciertas miradas y gestos. En algunos actos. En alguna palabra. Aunque enseguida deseché tales pensamientos y los atribuí a estados alterados de la conciencia producidos por multitudes, exaltaciones de la literatura o la ingesta de sustancias que creemos perpetúan los minutos. Avatares de la noche, supongo, o de la creencia en la inmortalidad de los versos. Algo, a mi parecer, totalmente ingenuo. Como ingenuo es aquel que se viste poeta, que se peina poeta, que camina poeta. Se debe la sombra a la voluntad de la luz, la voz a la del silencio, la tinta a la del palpitar.
Me agrada que Dani, por medio de éste su primer poemario, deje por un instante de bucear en la memoria colectiva, que no deja de ser una suma de individualidades nimia y asesina, para emerger del yo, para encararse al espejo y hacerlo añicos pisoteando los cristales, reflejándose en su propia sangre, magnificando la tortura de voltear los ojos; un acto de valentía para el que no se quiere saber solo.
Tanto él como yo provenimos del mismo escultor, tal vez somos tallas de diferente época, quizá el cincel que nos moldeó luzca arrugas y clame por su reencarnación en excremento, para así sentirse útil: pero ambos nacimos de la roca. Y no nos importa. Ambos sabemos que la piedra no tiene raíces, incluso que dificulta el crecimiento de éstas en otros seres, que golpea y mata, que insulta al caminar, crea muros y sepulta vergeles. Tal vez eso sea la poesía: piedra, roca, guijarro. Rock.
Clama la excelsa cordura de Leopoldo María Panero que, para el rock, el tiempo y la vida son una miseria. Hermosa y verídica disertación. Pero Dani ve rayos filtrarse entre las ventanas y se niega a que sus manos queden huérfanas de tinta. Y me da envidia. A todos los sin fe nos da envidia. Porque él amenaza a los relojes y acepta la demora del poeta. Y maldice sin rencor. Buscando la identidad, la forma, el porqué. Ojalá encuentre. Porque Dani busca desangrarse. Yo jamás lo conseguí. Y dejé de buscar.
Me pide Sancet que ampute mi lengua para que sea mi pluma la que explique, la que ahonde. Lo siento, Dani, yo eso no puedo hacerlo. Sólo mi lengua es el juez infame que me merece respeto. Mi triste y lúgubre tinta, abrigando tus magníficos versos, tan sólo merecería cadalso y fosa común. No ha de ser mi papel nicotinado el que erice la piel, el que muestre tus entrañas límpidas, tu voz de esperanza. Eso tan sólo lo harán las páginas que siguen a este inútil prefacio, a esta brújula cansada que hace tiempo dejó de indicar ningún norte. En las páginas siguientes tal vez encuentre el lector la piedra que empuñar, cual quijada de Caín, contra su propio espejo. Tal vez dicha roca tenga la medida de la boca que la quiera engullir. Porque este libro merece ser tragado sin paladear, como necesario alimento para la subsistencia. Sin ambrosías ni exquisiteces, acunando el estómago para poner en marcha los pasos. Bañándose en las palabras del que dijo que hay múltiples maneras de vivir y de morir, pero sólo una de sobrevivir: resistiendo.
Invito a los comensales a deglutir vorazmente mientras Dani y yo seguimos caminando. Él hacia su horizonte de cuero. Yo hacia el mío de humo. Aunque sospecho que se encuentran en el mismo lugar. Allí nos vemos, amigo.
Escribir con el hacha
(Prólogo al libro de relatos Al domador se lo tragaron las fieras, de Kike Turrón)
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(Prólogo al libro de relatos Al domador se lo tragaron las fieras, de Kike Turrón)
Escribir con el hacha
Decía Rulfo que hay que escribir con el hacha. Siempre me gustó aplicarles esa hermosa disertación a los autores que me gustan. Todos ellos, tal que el autor que nos ocupa, así escribían: Bukowski, Miller, Thompson, Fante, Burruoughs. Con el hacha, con el corazón y en muchos casos con la punta del cacharro. La absoluta totalidad de ellos, aparte de el ser los verdaderos exponentes de la literatura del pasado siglo, tienen en común algo que es lo único que los diferencia de Kike Turrón: están muertos. Kike está tan vivo como lo está su libro. Tan vivo que lo pone a uno nervioso. Tan vivo que da envidia. Envida cochina. Envidia porque, los escritores de hoy en día, a pesar de respirar, que parece ser el único requisito para verificar la vitalidad de una persona, estamos tan muertos cómo nuestras máquinas de escribir, y por supuesto, muchísimo más muertos que los autores que antes os citaba. Servirá al lector la lectura de estos relatos para conocerse más que para conocer a Kike Turrón. Me explico. Si después de leerlos sientes qué todavía se pueden ver tus huellas en el barro, si todavía puedes oler tu propio humo, si logras recordar el sabor de la boca de tu primer beso, si no logras diferenciar la resaca del dolor de cabeza, si logras tener fantasías sexuales con la enfermera de tu consultorio, si todavía te duele el corazón al recordar viejos amores, si piensas en la canción que quieres que pongan en tu entierro, si las lágrimas se te van de las manos al recordar a los amigos muertos… en definitiva, si después de leer éste libro tienes ganas de resucitar, entonces sabrás, sin haberlo visto nunca, que Turrón es y será tu compadre de por vida. Si no es así entonces sabrás donde tienes un nuevo y acérrimo enemigo.
Así que después de leer ésta fabulosa colección de relatos, le queda a uno la sensación de que algo en la literatura está cambiando. Le queda a uno la sensación de que ya era hora de honrar al asfalto como se lo merece, derrumbando el tópico de escritura barriobajera, chabacana y quinceañera que tanto abunda en este país de analfabetos, desmemoriados y hartos de pan duro. En este país sin proletariado. Pero sobre todo es el momento de pisotear a los dinosaurios y a los Dioses y arrastrar sus cadáveres por el suelo lleno de cristales de un bar en el que acaban de tocar los King Putreak. Es el momento de apagarles la bombilla a las polillas orgullosas y altivas que todavía pululan por el mundo de las letras. Es el momento de llegar al folio de empalmada y sodomizarlo con vaselina, consentimiento y respeto. Es el momento de Kike, escribiendo como un funambulista de las aceras. Escribiendo desde el lado izquierdo, que es el del corazón, y con la zurda, aunque la letra salga torcida. Y mientras, con la diestra, una paja. Así que aquí se queda la reja abierta para que pase usted, Señora Literatura, a la jaula de las fieras del Turrones. Se va a cagar.
Estoy que muerdo
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(Hoja de promoción para el disco Estoy que muerdo, de Forraje)
Forraje
Estoy que muerdo
Yo siempre he dicho que el mundillo este de la farándula es una especie de cuadra gigante en la que convivimos todo tipo de ganado. Aquí convivimos burros y cerdos, potros y ovejas, rebaño y pastores. Con nuestras diferencias, por supuesto, pero comiendo todos del mismo plato. Bebiendo del mismo abrevadero, compadre, comiéndonos las babas los unos de los otros. Ganado equino en general. Y como ganado que somos, precisamos de forraje. Sí señor, forraje y sólo forraje. Nada de mierdas edulcoradas vía satélite ni pollas en vinagre con el pelo del Beckham de los cojones. Lo que hace falta es forraje. Forraje que nos llene la barriga, que nos cante un rocanrol. Roncanrol. Qué palabra más desvirtuada hoy en día, Vírgen Santa.
Me acuerdo de cuando los grupos salían de las calles y no de las universidades. Me acuerdo de cuando empezaron Barricada y Extremoduro. Pero eso se acabó, me cago en Dios. Ahora los conjuntos son como una actividad extraescolar de los Padres Salesianos. Como una excursión treceañera en la que los malos fuman porros y los buenos toman apuntes. Vamos, que en los tiempos que corren, podemos coger una mierda del tamaño del sombrero de un picaor, clavarla en un palo y bautizarla con el resultón nombre de Rocanrol. Ay, la puta.
Así que, cuando escucho a los Forraje, que en ésta su obra prima nos ofrecen diez platos a la carta de distinta textura, pero elaborados por el mismo cocinero, se me aparece mi carpeta del colegio con fotos del Drogas y de los Acedecé, se me aparecen las calles de mi barrio, los primeros besos entre el humo, el parque de los yonquis… Se me aparecen tan cercanos que creo que me los puedo comer de un bocado y sin masticar. Pero no. Esto no es un menú del día. Es un menú de años de local de ensayo y, como tal, ha de ser masticado y digerido despacito. Que no, que no, que este disco no es un sangüich de la gasolinera, compadre. Este disco está cocinado a fuego lento por el Lulu, el Juancho, el Jerry y el Kuervo. Y como querían un gourmet para darle el punto de sal, pues llamaron al Kolibrí Díaz, de los Marea. Y como los platos estaban ardiendo, los pusieron en la ventana para que se enfriaran un poquito. Joder, y a la que se descuidaron llegó el Iker, el Drogas, el Boni, Arantza Mendoza y un servidor, Kutxi Romero, y los picotearon un poquito. Por gula más que nada. Tranquis, que todavía quedan muchos trozos de carne gallega pegados al hueso. A ver si podéis con ellos. Yo, por mi parte, estoy lleno. Pero si sobra pienso repetir. Por mis muertos.
Horizonte de sucesos
(Hoja de promoción para el disco Horizonte de sucesos, de Carlos Chaouen)
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(Hoja de promoción para el disco Horizonte de sucesos, de Carlos Chaouen)
Carlos Chaouen
Horizonte de sucesos
Con este nuevo trabajo ya son cinco las piedras contra las que golpea Carlos Chaouen dejando muescas en ellas. Producido por él mismo y grabado en diferentes estudios entre Madrid y Valladolid, el redondo se abre con “Amor vertical”, que junto a “Fuera del cielo” y “Retinas de alquiler”, nos muestran al Chaouen primigenio, sin aliñar, desnudo y estremecedor que sigue erizando la piel sin pedir permiso. Su parte eléctrica y su labor a las guitarras muestran las encías en “Equilibrio” y se ofrece limpio como la luz en “La vida tiene estas cosas”, a pesar de saber que el sol todo lo ensucia. En “Báquica escena” sigue buscando la receta del olvido sin peso en las alas y en “Mal acostumbrado” hace toda una declaración de finales cual cristo desclavado para pisotear los sombreros de una vez por todas. En “Destruido” su voz se abre paso entre las aguas del estrecho y agarra las manos de ese mar que lo une y lo separa de su propio nombre. En la abrumadora “Comer acero”, mastica despacio sin más cubiertos que el piano de Alejandro Martínez, hasta llegar a “Astronomía y trampantojo”, quizá la pieza más lisérgica que haya registrado nunca. Acompañándose en esta ocasión por Juan Medina al bajo, Rafa Martín a las distintas percusiones y David de la Plaza a la guitarra eléctrica, programaciones, teclados y bajos ocasionales, los seguidores de Carlos estamos de enhorabuena, ya que ante este quinto disco del de San Fernando, no me queda sino reiterarme en mi opinión de que Carlos Chaouen es la poesía. La poesía como algo tangible; como yo la he entendido siempre. Como me gustaría que fuese. La poesía con rostro y manos. La que pellizca sin dejar marcas en la memoria. La que aguijonea pero no infecta. La que sangra y no mancha. La que discurre por las miradas de los que la amamantan, aun a sabiendas de que no son ellas las que la engendraron. La que se disfraza de vida y hiere de muerte los ojos de los hombres tristes.
En contra de lo que dicen los analistas poéticos acerca de que la poesía no es un detector de mentiras, sino la mentira en sí, no queda más que despojarla de su nombre, lapidarla y enterrarla junto a todos los falsos profetas que la predican y la elevan a su máximo grado: el de la complacencia. No se podrá jamás sentenciar a estos diez poemas, a pesar de ser culpables de vivir. Ellos buscaron este horizonte que nos ocupa siempre por el camino más largo; sin atajos, pon una tierra preñada de sangre y cristales. En las diez canciones que componen este Horizonte de sucesos, la poesía se descuelga de la boca de Carlos como de la reja de un penal. Mira hacia abajo con esperanza, tan sólo quiere las aceras mullidas, tal vez vislumbrando el jardín del cielo en ellas. Sabe que jamás alcanzará ese horizonte que camina a la par del poeta. Pero no le importa: nos invita a no preocuparnos por las cicatrices. Y entonces nos damos cuenta de nuestra nimia condición de humanos, de nuestro pasear por el lodo teniendo tan cerca los guijarros, de la estúpida pesadumbre del transcurrir de los minutos. Parafraseando a Whalt Whitman diré que me gustaría que la voz de Carlos no fuese su voz, sino la voz de toda la humanidad en todas las épocas y naciones, la hierba que crezca dondequiera que haya aire y agua: me gustaría que fuese el aire común que envolviese el globo. Tal vez entonces pudiesen convivir las raíces con el humo, las uñas con la piel, la soledad con la soledad. Quizá en ese momento seríamos conscientes de que sin la voz de Carlos Chaouen estamos más solos y más tristes. Ojalá ese momento sea éste, en el que la poesía tiene su garganta. Ojalá los sucesos salgan a su encuentro. Ojalá todas las retinas se giren, aunque sólo sea por un instante, hacia el sur:; allá encontrarán unos pasos cansados y firmes: los suyos y los míos. En pos de ese maldito horizonte.
Ícaro no volverá a casa
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(Prólogo al libro de partituras La historia de unas canciones que querían volar, de Rubén Fenández)
Ícaro no volverá a casa
Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo, un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias, pero eso sí, y en esto soy irreductible, no les permito, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar, pierden el tiempo conmigo.
El lado oscuro del corazón
Somos plenamente conscientes de nuestra condición de inmortales. Los Vuelo 505. Yo. Todos los que pisoteamos alegremente los tablaos a sabiendas de que el daño es efímero y que muy mal se nos tiene que dar para que no vuelva a crecer la hierba. Pero no es nuestra misión ni nuestro sueño. Nuestro sueño ha de ser el sueño más ansiado del hombre desde el principio de los tiempos. Aunque la tierra sea liviana y el sueño doloroso, terrible y cruel, caminamos en pos de aquello que sólo poseen ciertos animales y suicidas: el anhelo de lo inalcanzable. Llámalo cielo, universo, horizonte. Llámalo vida más allá de este lúgubre y angosto camino que nos lleva inexorablemente de la cuna al nicho. Y es que no queda en las aceras ni un atisbo de pluma o aleteo que aleje de nuestras pieles este olor a alquitrán y muerte. Y entretanto el odio, el deseo, el beso, el puñetazo y, por encima de todo, el vil metal emputeciéndolo todo. Pero sabemos a ciencia cierta que no tenemos la capacidad de traicionarnos: más que todo porque no sabemos. También somos conocedores de que nunca llegaremos a la pista de despegue ya que el tiempo se nos escurre entre los dedos buscando la siguiente canción. Somos hijos bastardos de Dédalo desoyendo una y mil veces su consejo de no acercarnos al Sol. Queremos fundir la cera que nos mantiene las alas pegadas a la espalda. Queremos caer al mar y dejar inservible nuestro plumaje con el salitre. No seremos hijos pródigos volviendo con el zurrón repleto de fracaso: antes de eso inundaremos de heces hediondas las calles de Creta. No somos el ángel de la muerte, señora, somos hijos de la vida. Queremos todo o nada. Queremos elegir. Y elegimos. Antes mudos que sordos. Antes ciegos que sordos. Antes amputados de pies y manos que sordos. Queremos pintar en las nubes caballos de plata y trenzas azabaches. Queremos irnos de vuestro mundo, queridos vecinos: os estorbamos y nos estorbáis. Con cordialidad, sin malos modos. Alejarnos. Con nuestras carretas humeantes y nuestros acordes malditos. Con nuestro sudor químico y el pellejo de los pulmones royendo las costillas. Dando la vida por un minuto en la cárcel que encierra a todas las cárceles, esa a la que llaman libertad. Ni siquiera la muerte nos iguala: vosotros, hijos de mil dioses, moriréis en las bodegas y en las fábricas. Nosotros, non omnis moriar, no moriremos del todo. Quizá dejemos una estela de ruido y de furia entre la polución y la tristeza. Tal vez nuestro legado sean esquejes insurrectos de aquello que se dio en llamar rock & roll. Sea como fuere, he aquí nuestra espada. No os la entregamos. No se os ocurra tocarla. Solamente os la mostramos. Ahora hemos de partir. Si queréis ver como nos perdemos mirad de vez en cuando hacia arriba, allá donde habita lo prohibido. Esos puntos luminosos que se acercan peligrosamente al Sol somos nosotros. Si os ciega su brillo, fijaos en la orilla, en ella caeremos con las alas calcinadas. En todo caso y de momento, ya nos empiezan a estorbar los zapatos y no hay tiempo para despedidas de sirenas plañideras y calendarios. Empezamos a ver nuestra senda estelar cada vez más cerca y, a vosotros, cada vez más lejos. Volveremos pronto. No nos esperéis. Nos alzaremos de nuevo.
La inútil solemnidad del ser
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(Prólogo al poemario El mundo detenido, de Iván Mendoza Marrodán)
La inútil solemnidad del ser
El compadre Iván me da envida. Mucha. Pero no envidia sana. No. Nada de eso. Envidia puerca de la que te come las tripas cuando ves al tonto de tu pueblo tocándole nalga al mes de noviembre del calendario Firestone. Envidia de la de retirar palabra y cambiar de acera. Envidia rastrera en todas las acepciones que la RAE le da a la palabra. Y me explico. Hace un tiempo, no mucho, la verdad, que decidí dejar de contribuir con mi tinta a la inútil tarea de prologar el trabajo de otros, por muy atractiva o consanguínea que se me presentase la tarea. Lo de los prólogos de marras tendría que ser como el hall de las viviendas; un lugar impersonal que precede a la intimidad en el cual recibir, cortésmente o no, a los visitantes, carteros, testigos de Jehová o Hermanitas de la Caridad que no aceptan al abuelo como presente navideño para el asilo. Un lugar en el que despojarse del calzado, las llaves y la chupa; en el que gritar ya estoy en casa. Y punto, joder. Si el hall no tiene vitrocerámica ni taza de wáter por algo será. Digo yo. Así que no encuentro razón para cocinar en el libro de nadie ni para cagarme en su parqué. El caso es que decidí no volver a perpetrar tamaña estupidez. Por educación y respeto. Hacia la escritura y hacia los que todavía creen que puede cambiar algo que no sea el tamaño de la cicatriz de su cordón umbilical o aumentar de grado la gilipollez, ya de por sí mayestática, que encierra el mundo de la literatura en general y el de la poesía en particular. Y de pronto, en un momento de debilidad llega el Iván y me pone un espejo en la jeta. Pam. En forma de libro. Y lo que veo en él es a un Kutxi adolescente, preñado de dudas y de razones, buscando al gato negro de ojos negros en una habitación totalmente a oscuras. Con esperanza y fe en los relojes; entusiasmo, arrojo, coraje, entrega: palabras que sé que en cuanto quite este espejo de mis narices volverán a carecer de sentido.
Menuda putada me ha hecho este cabronazo. Y no puedo quitar los ojos de la imagen que me devuelve el cristal. Porque ese era yo, me cago en la puta. El que creía que la palabra hecha tinta me salvaría del anhelo de hacerme con un AK-47 y darle su merecido a la cuadrilla de egoístas, deleznables y mezquinos hijos de puta que estamos hechos. Todos.
A pesar de que nunca fui un ingenuo y siempre tuve la certeza de que Ian Gibson jamás escribiría acerca de mi vida y milagros, y de que nadie revolvería la tierra para encontrar mis huesos, yo, tal que Iván, del mismo modo, peleé contra mí como un jabalí herido: y perdí. Ojalá él tenga más suerte. Por eso tengo envidia. Y melancolía. Por eso estoy escribiendo estas inútiles líneas. Por eso dije que sí, que vale, que hago el prólogo. Por última vez. Os lo juro por mis muertos: esta piedra no volverá a hacerme tropezar. Palabra.
Así que, estimado posible lector, si has llegado hasta este punto quiere decir que atesoras la virtud añadida de la pasión por la lectura: la valentía. Sí, a mis ojos eres un valiente si ante la palabra poesía no has enarcado una ceja y bostezado media docena de veces. Venga, no me hagas quedar mal, pasa esta página de mierda mientras yo hago trizas el espejo. El Iván te espera. Enfréntate a él. Si tienes cojones.
Las morcillas al sol os saludan
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(Texto para el 25 aniversario de la revista Heavy Rock)
For those about to rock… las morcillas al sol os saludan
Veinticinco años, compadres, tócate los cojones. Veinticinco años sin concesiones: ni al pop ni al porrompompón. Felicidades para empezar, de corazón. Intento hacer memoria de lo qué estaba haciendo yo por aquellas fechas. Vamos a ver. Seguramente ni me enteré de que se separaban los Leño ni de que Barricada estaban dando sus primeros pasos. No. No me enteraba de nada. Tampoco me enteré del primer disco de Los Suaves ni de que Ramoncín, de aquellas, era rockero. Lo que son las cosas. Pero como coño me iba a enterar de nada si por entonces el abajo firmante tenía siete años. He de reconocer que descubrí la revista tarde y mal, y no por mi culpa. Me explico. En mi pueblo sólo existía una tienda que vendía prensa, la tienda de la Mari Carmen, tienda que, aparte del Diez Minutos y el Interviú, tan sólo vendía la prensa local, además de unas gominolas cojonudas que con el tiempo he descubierto que me dejaron la dentadura hecha un cristo. Vamos, que de rock nada de nada. Tuvo que ser un primo mío, el Angelillo, un perla tatuado y con los brazos asaeteados el que me descubriera la publicación. De ella arranqué los primeros pósters que tiznaron mi habitación y que hicieron que mi madre temiera por el futuro ya de por sí poco prometedor de su primogénito. También en ella descubrí reseñas de grupos maqueteros que con el tiempo han sido primordiales en mi educación musical. En ella se hablaba, y se sigue hablando, de rock. Y punto. Y es que si nos ponemos a pensar durante dos minutos solamente, descubriremos con gozo que es de las pocas publicaciones, si no la única, que se centra sólo y únicamente en el rock y sus entresijos. Vamos, que no encontraremos pechos depilados de futbolistas tontos del culo ni a toreros y sus ex fulanas contándonos lo puta que es la vida. Y eso, como poco, se merece un aplauso a cuatro manos. También he de decir que cuando en ella nos hicieron la primera crónica a los Marea, recorté la hoja y la enmarqué en un cuadro de plástico que todavía conservo. Por cierto, dicho cuadro también lo compré en la tienda de la Mari Carmen, que todavía, a fecha de hoy, sigue abierta; aunque ya casi no le compre gominolas. Dicha crónica no se crean ustedes que era un camión de flores. Ni hablar. En ella se hacía especial hincapié en nuestra incapacidad para vestirnos dignamente para pisar un escenario y en la total incomprensión del cronista de turno acerca del inusual repertorio que estábamos ofreciendo. Aquel repertorio se basaba casi exclusivamente en canciones de un disco que no estaba en la calle todavía. Cosas de naburros que somos. Aquel plumilla se llamaba y se llama Juan Destroyer. Juanito. Con el tiempo nos hemos hecho compadres y todavía nos partimos el culo cuando recordamos los adjetivos que nos adjudicó en aquella crónica. ¿Cómo era? Ah, si: “los Marea tienen la misma imagen en escena que una morcilla al sol”. Pero serás cabrón, Juanito, que aquella crónica la leyó mi madre, elemento. Y así hasta llegar al momento actual, en el que el Destroyer sigue pensando lo mismo y nosotros nos seguimos vistiendo igual. Momento en el que me gusta pensar que la habitación de algún adolescente de un pueblo perdido está jalonada con un póster de los Marea arrancado de las páginas de la Heavy Rock. Momento en el que aprovecho para encerrarme en mi cuarto, quitarme el chándal y la riñonera y ponerme unos vaqueros y una chupa de cuero. Sólo durante un rato, Juanito, para que veáis que os queremos bien. Felicidades otra vez, y a por otros veinticinco. Con dos cojones.
Lo que abriga una gorra inglesa
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(Artículo para Diario de Noticias de Navarra)
Lo que abriga una gorra inglesa
No recuerdo cuando fue la última vez que el lanzamiento del disco de un artista rockero levantaba tal expectación como lo ha hecho el disco del Fito. Todos los medios de comunicación me consta que estaban afilando las dagas y cargando los fusiles esperando el más mínimo traspiés del compadre bilbaíno para poder ejercer el deporte de invención estatal que más les gusta, que consiste en levantar a un artista hasta el cielo para después bajarlo a pedradas. También la calle bramaba. Que si se ha vendido, que si el rock, que si el pop, que si los Platero y Tú, que si la abuela fuma y nos quita el tabaco. Resultado: disco de platino en una semana, una gira que se giña la perraca y la satisfacción de encontrarnos de nuevo con el Fito que esperábamos encontrar. El Fito de sus anteriores discos. Quizá mas negro, más rockabilly, más Brian Setzer, más Rory Gallagher. Pero también más sonriente, más músico, más encantador de serpientes. En definitiva: más Fito. Un Fito que ha tendido una cuerda de funambulista de su anterior disco a éste con el tema que le da título, Por la boca vive el pez, para irse desprendiendo de todos los lastres y poder bailar como un poseso con Como pollo sin cabeza, Viene y va, 214 Sullivan Street o Esta noche. Y como tanto ritmo frenético no hay quien lo aguante pues se cogen unos medios tiempos como Sobra la luz o la preciosa Me equivocaría otra vez y se les dice al oído que sí, que se les quiere mucho pero que todavía quedan cosas por hacer y no se puede bailar toda la noche agarrado. Queda llamarle al timbre a Jerry Lee Lewis y hablarle de tú, decirle que coja el piano y se baje a robarle la luna de Deltoya al Robe para sodomizarla. Con consentimiento y cariño, eso sí. Y acabar al alba, tal vez con Bo Didley, diciéndole que no, Bo, que no, que no soy de Nueva Orleáns, ni he recogido algodón, pero también he sido reprimido por la mano del hombre blanco. Tal vez porque yo también soy negro, compadre, y tal que los blues del Delta del Mississippi, me abrazo a la tristeza a lomos de un potro de lamento que cabalga desde la noche de los tiempos de Robert Johnson. Ojalá el sol siga desdibujando los cuadros de esa gorra inglesa que tantos corazones abriga. Ojalá los focos los vuelvan a dibujar. Y así sucesivamente, disco a disco, latido a latido, con el pecho por delante, con la sensación que dejan los viejos bluesman. El recuerdo del que nunca muere. Aunque lo que nunca morirá es tu música. Pero eso ya lo sabes tú, pequeño gigante. Aquí estaremos, meneando los pies. Y tú que lo veas.
Los boxeadores boxean
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(Prólogo al poemario Como si nunca existieran fronteras en los besos, de Luter)
Los boxeadores boxean
El arte es una mentira que nos hace ver la verdad.
Pablo Picasso
Siempre he tenido un ojo afilado para perfilar a los gigantes. Le he sacado punta en los últimos veinte años y ahora me avisa de su presencia hasta cuando duermo. Así conocí a Luter. Este gigante que nos ocupa venía, como todos los gigantes, escondido en un cuerpo pequeño y pisándose la sombra, por lo de no volver a casa. Supe a primera vista que provenía de un tiempo en el que los hombres eran hombres en el mejor sentido de la palabra, y en el que los asuntos de la tinta y la sangre se resolvían a pistola o cuchillo. De un tiempo que ya no existe. O que dicen que no existe. Porque yo a Luter, a pesar de tener en la memoria y las manos más de doscientos años, lo palpo cada vez que se cruzan nuestros caminos y me come la envidia cochina de ver lo bien que se conserva, el muy cabrón. Envidia de su calendario impecable, de su abandono de los minuteros, de su amistad con Goya, con Nietzsche, con Aleixandre. Envidia del balido que le enseñó Miguel Hernández. Envidia de esas manos que acariciaron los muslos de los años del destape en la despensa del Mingos. De sus posaderas compitiendo con las de Antonio Vega en los antros de Malasaña. De la carcajada bronca que me vierte por encima cada vez que hablamos de la muerte.
Han sido demasiadas las aventuras compartidas con su cuerpo como para aburrir al supuesto lector con nuestras batallas de abuelos Cebolleta, así que intentaré centrarme en su espíritu, el mismo que me pide que avale su nuevo libro y, aunque juré sobre la tumba de mi abuela no volver a perpetrar prólogo ni introito alguno, aquí me tiene. Nobleza obliga. Porque es su espíritu el que me ha acompañado cientos de veces a la recepción del hotel mientras su cuerpo dormitaba en los brazos de un taxista amable en un portal de Lacoma. Es su espíritu el que me hablaba de Fellini y de Woody Allen mientras mis hombros soportaban su peso terrenal en el quicio de la puerta de un tugurio de Hortaleza. Es su espíritu al que le escondo asiduamente cincuenta euros en el fondo de un cubata mientras su boca moribunda quiere hacerme entender que le apetece una copilla, Romero.
No sé qué es exactamente lo que quiere de mí al encomendarme la insigne tarea de prologar su nueva obra. Si lo que quiere es que sostenga la red para todos aquellos que oséis asomaos a sus palabras, no lo voy a hacer. Os jodéis. Porque yo me he atrevido a mirar y he sentido vértigo. Me he sentido cobarde. Porque Luter hace a Madrid ser Madrid, y al mundo ser mundo, que es prácticamente lo mismo. Hace que el rock madrileño sobreviva sin desfibrilador ni boca a boca. Hace que ser su amigo, como es mi caso, sea motivo de orgullo beodo y dignidad aristocrática. Luter nos hace creer, aunque sea mentira, que nosotros también somos inmortales. Pero eso no puede ser. Tal y como decía Christopher Lambert en la primera parte de la saga: solo puede quedar uno. Y ese es Luter. El mismo que ahora os abre la ventana de su corazón para que metáis la cabeza. Si tenéis huevos.
Nobleza obliga
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(Prólogo al poemario No hay prosa, de Andrés Ramón Pérez Blanco)
Nobleza obliga
Tengo un saco. Demasiado lleno. Un saco en el que guardo mis despropósitos, mis mentiras, mis promesas, mis juramentos. Huele a podrido pero no me importa. Me acompaña a todos los sitios y es tan transparente que su contenido ni siquiera provoca repulsión. Como cuando ves en la tele pueblos ardiendo y cuerpos mutilados mientras te comes un filete y piensas: menuda putada, qué bien haber nacido en occidente, igual me afilio a una ONG. Un saco. En él se mezclan las promesas de dejar de fumar, hacer más ejercicio, comer verdura y pescado de vez en cuando, las mentiras del yo también te quiero, te llamo un día de estos, ya si eso quedamos. Y los juramentos. Lo peor. Te lo juro por mi padre. Por mi hijo. Por la Santísima Trinidad. Que yo no he sido, que yo no estaba, que no volverá a pasar. Una de mis últimas adquisiciones para mi denigrante saco fue el juramento firme y sólido de no volver a perpetrar ningún atentado literario en forma de prólogo poético así se muriera mi madre. Mi madre debe de estar temblando: estoy haciéndolo de nuevo. Me alivia en cierto modo el saber que la culpa la tengo que repartir en un cincuenta por ciento. La mitad para mí. La mitad para el Kebran. Maldito el día en que lo conocí. Mil veces maldito. Nos presentó David González, el último poeta. Bebimos, hablamos de Panero y nos mojamos las calaveras de los Marea bajo una lluvia asesina y brutal en Lugones mientras el ron, el rock & roll y la puta poesía le sacaban la chorra a la espantosa realidad, haciéndola invisible por una noche. La puta poesía. Reputa. Me di cuenta enseguida de que esa puta le pagaba las copas al Kebran cuando yo me iba a mear, que lo besaba con lengua y le daba su número de móvil. También me consta, porque yo estaba presente y mirando, que aquella noche se la folló por el culo y que no era la primera vez. Que nunca le cobraba y que le daba las gracias y le prometía serle fiel. Qué cabrón. A mí, mi relación con la poesía siempre me ha costado una fortuna, disgustos y unos cuernos de los de no pasar por ninguna puerta. No había sentido esa sucia envidia por nadie hacía muchos años. Y allí estaba de nuevo. Con coleta y gafas y convicciones firmes y pasión y fe y todo, absolutamente todo lo que yo había perdido. Algo fallaba, de todos modos. Kebran no era un jovenzuelo inexperto en los vaivenes de la vida. Aún así conservaba el brillo en los ojos del primer beso y la mirada limpia. Ahora, con la perspectiva que dan los años, lo entiendo todo. O casi todo. Kebran busca. Continuamente. Sabe que lo que mancha sus manos se va con un simple escupitajo y eso no le vale. Quiere otra batalla. Que le mutilen el corazón. Que le tatúen el nombre de su asesino en la sonrisa para seguir exhibiéndolo en cada palabra. Quiere recordar que está vivo. Y por eso estoy aquí, por eso estas líneas. Por eso esta reverencia pública hacia su persona. Por eso, cuando me llamó hace unos meses pidiéndome unas líneas para su poemario, miré dentro de mi saco, vi que quedaba un hueco y me dije: qué pollas, una última vez. Y aquí me tienes, a las tres y cuarenta y ocho de la madrugada, con un paquete de Marlboro y lo que queda de una tormenta de Brugal escribiéndote, amigo Kebran, lo que espero sea mi testamento prologuístico, mi esquela de preludios para libros de poesía. La Bicha te acompaña en este viaje, lo cual os hace muy peligrosos. Sé que empezasteis compartiendo versos y que ahora compartís cosas que dejan a la poesía en el lugar que a mí me gusta: en el corazón, de donde nunca debió salir. Me la sudan los versos, la literatura, los recitados, los clásicos, los contemporáneos. Yo creo en ti, en vosotros. Buen viaje, valientes, no os preocupéis por mí; aunque derribado por vuestra puta preferida, sigo disparando desde el suelo. Os cubro la retirada, partid a amaros y que a la poesía le den mucho, pero mucho, por delante y por detrás. Después apuraré el último trago, la última calada y bajaré al contenedor a tirar este saco. Mañana, cuando despierte, me sentiré liviano y libre por una temporada. Hasta que volváis a llamarme. Entonces será el momento de comprar un nuevo saco. Vacío. Y empezar de nuevo.
Otra noche sin dormir
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(Texto promocional para la gira Otra noche sin dormir, de Rosendo, Barricada y Aurora Beltrán)
Otra noche sin dormir
Respeto. Honestidad. Rock & Roll. Tres palabras mágicas, que diría el Drogas. Desvirtuadas hasta el más vergonzoso límite. Vapuleadas, humilladas, quemadas en la hoguera. Utilizadas como moneda de cambio en el trueque infame por la adulación eterna, el cambio de chaqueta y la palmada en la espalda.
En este país de desmemoriados y ávidos de pan duro es tarea harto difícil el conseguir que se mire al rock & roll como lo que realmente es. La música de tres generaciones que no saben de otra sopa que la del día a día. La que no entiende de traición ni engaño. La que pide cuentas sin importarle que las puertas estén herméticamente cerradas. La que recuerda. La que sabe que las cosas no son solamente lo que son, sino también lo que han sido. Rosendo, Barricada y Aurora Beltrán, durante los próximos meses, nos lo van a recordar. Han sido, son y nos han hecho ser lo que somos. Que jamás se nos olvide que llenaron nuestros platos, limpiaron los caminos, nos cerraron la mano en puño y, con más de cinco décadas de humo de batallas en la entrepierna, nos demuestran con su sola presencia que sí, que tal vez al rock se le aupó algunas veces para que se diera con las vigas del techo y que también se le intentaron bajar los pantalones para trabarlo, pero que todo eso sólo sirvió para blindar su cabeza, para encallar la piel de la lengua.
Medio siglo de rock da para mucho o para nada, según se mire. Para algunos tan sólo es el recuerdo de una juventud perdida que no supieron mimar. Muchos abandonaron el hogar sin volver la vista atrás, otros quedaron en los recodos del camino, algunos escupieron sobre sus pasos y tan sólo algunos pocos seguimos mirando con respeto a los ojos de los que nos amamantaron, acariciando las manos que nos dieron de comer, tarareando para la memoria colectiva las canciones que, mientras sigamos vivos, defenderemos como nuestra verdadera nana, esa que paradójicamente nos hizo insomnes. Por eso Rosendo, Barricada y Aurora llevarán su casa, que es la nuestra, por todo el país durante los meses venideros. Nos van a dar la oportunidad única de ejercer de hijos pródigos, de volver a casa. Tenemos muchas cosas que contarnos en lo que sospecho serán muchas noches sin dormir. Y la vida entera si hace falta.
Papeles mojados
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(Hoja de promoción para el disco Papeles mojados, de Desalojo)
Desalojo
Papeles mojados
Cualquier persona que ande en el mundillo de la farándula estará de acuerdo conmigo en que la frase más manida por esa masa informe a la que se le llama humanidad es que el rock & roll está muerto. Yo sé de buena tinta que no. Aunque lo intentan, eso está claro. Casi todos los días se le entierra, se le hace misa y funeral, se le llora dos minutos y aquí paz y allá gloria. Pero al rock no le hacen falta tres días para resucitar. No. En cuanto siente golpear en la tapa del ataúd las primeras paladas de tierra se empieza a revolver, a patalear, a morder el terciopelo y, al final, termina sacando la cabeza entre los lápidas dispuesto a seguir jodiendo siestas.
Y en esas andan los Desalojo, sacudiéndose el polvo y entregándonos un primer disco al que nadie va a tener cojones de enterrar vivo. Porque, a pesar de su envidiable juventud, los de Pobra do Caramiñal suenan a vino añejo, áspero, del que quita la sed y hace brillar los ojos: del que se comparte en una bacanal de guitarras y alaridos, del que afila la lengua y busca pelea. En este trabajo resuenan ecos que conozco bien. Crecí con ellos. Psicofonías del rock llamado urbano mezcladas con la técnica depurada de unas guitarras que despeinan a los caballos que galopan entre la costa y la montaña. Que relinchan conjuros gallegos. Que sonríen sin volver la mirada.
Grabado, mezclado y producido en Octubre de 2009 en los estudios El Sótano de Artika (Navarra) por el omnipresente Iker Piedrafita, que además se encarga de derramar sus coros por todo el disco, cuenta con diez impecables composiciones además de innumerables colaboraciones de otros desenterrados como ellos.
Papeles mojados, que además da título al disco, derrocha alegría y nostalgia a partes iguales, con las inconfundibles guitarras de Kuervo (Forraje) y Alfredo Piedrafita (Barricada), En Vuelvo a respirar, Iker Piedrafita canta una intro que pone la piel de pollo, igual que Parte del viento, una interminable balada que a mi parecer es el diamante más brillante del disco, en la que la única sombra es el recitado de un servidor. Cenizas, Juego prohibido y A lomos de un susurro son auténticas lecciones magistrales de cómo pueden sobrevivir tres guitarras solistas acariciándose sin llegar a arañarse. En Mosca cojonera dejan claro lo que yo he apostillado: se han acostado con la muerte. Y han sobrevivido. Tras un tren es toda una declaración de intenciones; no hay razón para perder la vida tras ellos. Escuchando Una canción, le dan ganas a uno de tragar piedras sin masticar, de pura rabia. Y para terminar, A cada instante, en la se dan cita las gargantas más castigadas, las más arenosas, las más viejas del mundo, dígase las de Lulu (Forraje), Boni (Barricada), Kutxi (Marea), Martín (Bocanada), Marta Rekalde (Marti-K) y Brigi (Koma).
Así que entre Piru (bajo y voz), Jito (guitarra y voz), Diegol (guitarra y coros), Randy (guitarra solista) y Ramallo (batería), amputan los brazos con este Papeles mojados a todos los que tengan la osadía de decir que el rock agoniza. Indispensables sus manos para sacar del nicho a quien quiera seguir dejando un rastro de polvo. Yo, de momento voy a ensillar mi caballo y a llenar mi copa del mismo vino del que ellos beben. Con la boca llena de tierra. Como debe de ser.
Por un olor eterno
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(Texto incluido en el disco 25 años, de Barricada)
Por un olor eterno
Explicar a estas alturas de la función lo que son y han sido los Barricada en el plano estrictamente musical me parece una idiotez, ya que todo aquel que haya tenido el más mínimo acercamiento al mundo de las lentejuelas y no sepa del significado y grandeza de su presencia en la escena sólo puede ser debido a una razón: la de ser más tonto que cagar de pie. Y, aunque lo he repetido infinidad de veces, lo volveré a decir: el que no quiere a los Barri no sólo no quiere a su madre, sino que, aprovechando que en su día le cortaron el cordón umbilical, de la misma le tenían que haber cortado la cabeza.
Siempre he pensado que en este país de desmemoriados y borregos es facilísimo que cualquier artista se tire un pedo que huela bien un rato. El populacho aplaude, se acaba el pan duro por unos instantes y, cuando se va disipando el hedor, ya hay otro aventurero con las tripas revueltas dispuesto a que continúe la función. Y así uno tras otro. Y así nos va. Pienso que lo verdaderamente difícil es tirarse un pedo cuyo aroma dure veinticinco años, tal y como lo han hecho los Barri. Y nada, no hay manera, el cuesco se sucede entre bambalinas y tan sólo lo aplaudimos los empleados del circo: los funambulistas, los payasos enanos, los barrenderos de la pista, las mujeres barbudas, los taquilleros sonámbulos. Y en cierto modo me gusta que sea así, que esa esencia siga siendo propia de los que nunca quisimos ser exorcizados. De los que desoímos el evangelio del rebaño. De los que seguimos pensando que el pestazo merece la pena. De los que nos cagamos en Dios al amanecer y, cuando cae la noche, dormimos con los ojos entrecerrados por si acaso. De los que esquivamos al pastor y a sus tijeras de esquilar. En definitiva: de los que creemos en los Barricada. Así que voy a cerrar herméticamente puertas y ventanas, voy a poner el No sé que hacer contigo y voy a aspirar todo lo fuerte que pueda, dejando que su olor me asfixie en una muerte dulce, sabiéndome a salvo mientras los pies de los Barri sigan pudriendo la madera de los tablaos.
No quisiera finalizar estas líneas sin intentar explicar lo que Marea hemos compartido con ellos en el día a día, fuera de los focos y del humo de las batallas. Pero para eso haría falta un libro entero. Una enciclopedia. Alfredo siempre nos dejó abierta la puerta de su casa, nos prestó guitarras cuando nosotros teníamos escobas con cuerdas, nos regaló sonrisas cuando más falta nos hacían y se mantuvo firme a nuestro lado, como el resto de sus compañeros, cuando la muerte nos arañó el pecho. Con Enrique hemos vivido entre cientos de libros, conocimos la caída y la resurrección, nos enseñó a observar el mundo con su mirada roja y negra, nos agarramos mutuamente cuando todo se desmoronaba y juntos vimos alejarse hogares entre montañas de tristeza. Boni, reservado, haciendo del silencio y el gesto toda una lección de caballerosidad y respeto, demostrando a su vez que las tablas pueden arder con una mezcla de sudor y mala hostia. Y para terminar, Ibi, que trajo pozales de sangre fresca y los derramó ante los pies de todos para dejar el suelo resbaladizo por el cual se deslizan actualmente. Imparables. Sé que nunca les hemos sabido dar las gracias como se lo merecen, pero creo que ellos ya saben que siempre estamos, que siempre estaremos a su lado. También sé que no hace falta decírselo, pero voy a hacerlo: compadres, aquí nos tenéis, a los Marea, a vuestros Marea. Y si hay que morir matando, pues se mata. Y punto. Por nuestros muertos. Por los vuestros. Gracias.
Prioridades
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(Artículo para la revista Suralia)
Prioridades
Cuando uno está inmerso en el proceso creativo o de creación, y más si éste es constante, como es mi caso, padece una aparente ausencia total de sentimientos y empatía. Dicha actitud suele confundirse con un exceso de ego, estupefacientes, bebidas espirituosas o un estar hasta las gónadas, lo que vienen siendo los cojones de toda la vida, de este planeta infecto e inmundo y, por extensión, de todos los seres que lo pueblan. Ombliguistas, nos llaman. O artistas, en el sentido despectivo y primigenio de la palabra. Y lo peor de todo es que tienen razón. Toda.
Estamos de acuerdo en que de aquella explosión artística plagada de rebeldía y ganas de meterse el mundo por el recto propia del siglo pasado no queda sino un amasijo de hierros retorcidos a los que un chimpancé con gafas de pasta golpea con un pincel a la par que se proyectan, eso sí, en 3D, imágenes escalofriantes de tierras lejanas con las cuales no se puede ser más solidario siempre y cuando no se nos quede el móvil sin cobertura y al Pecas no se le olvide traer el medio gramo. Ahí la jodimos. Ahora y entonces.
Lo que está claro es que los faranduleros somos distintos. Pero no hay que olvidar que somos humanos. Y nada más que por eso merecemos un mínimo de respeto. Bueno, quizá no nos lo merecemos, ni nosotros ni tantos otros, pero tenemos derecho a ello, que lo dice la carta, o el panfleto, o el deuvedé de los Derechos Humanos. Somos conscientes de que a la foca monje y al lince ibérico les quedan dos tardes, y de que en el cuerno de África las están pasando putas, y de que lo de los refugiados tiene mal apaño. Todo esto lo cuentan en el canal 24 horas y cabeceamos mientras nos fumamos un Marlborito y antes de pegar una cabezada le decimos al de al lado: compadre, como está el patio. Y el compadre que asiente sin despegar la vista del Iphone y replica: ya te digo. Y ya estamos exculpados de nuestros pecados hasta el siguiente Whastsapp. Aunque en nuestro fuero interno lo que verdaderamente nos atormenta no es el devenir de la humanidad ni mucho menos. Lo que hace que nos eluda el sueño es tener la certeza de que, si se va al garete la industria del disco y de las galerías de arte y las subvenciones institucionales, ya hemos bebido aceite y lo peor es que la gente, el vulgo, el populacho, no sabe lo importante que son nuestras obras en su vida, preocupados como están de sus malcriados hijos que tienen la mala costumbre de comer todos los días. No saben que nuestro talento amasa pan, limpia dormitorios y muere en invernaderos por tres euros a la hora. Y los manteros son el Anticristo y Ramoncín no sabemos muy bien que ha hecho pero es un malnacido y yo con la SGAE no quiero saber nada, siempre y cuando me ingresen mis seiscientos lagartos semestrales. Lo de meterse el dedo y olerse está bien, pero sin penetración. La música es cultura, señores, y nosotros, los hijos del ocio y de la vida no estamos aquí para recordarles que en este país de mierda hay más plazas de toros que colegios, y más políticos que personas. No. Nosotros hemos venido a cantar lo de Mami, qué será lo que quiere el negro para que se olviden por un momento de que mañana vendrán a deshauciarle, a golpearle, a decirle que existe una ley por la cual usted no le puede llamar hijo de perra a ese humilde trabajador, ese siervo de la ley, que le deja sin techo porque su deber y misión es proteger al ciudadano de su miseria, de su desesperación y de su ira.
Lamentamos profundamente no poder ofrecerles un trago de nuestro Santo Grial. Existen leyes y códigos desde tiempos inmemoriales que nos lo impiden. Tan sólo los Sacerdotes del Saber pueden posar sus labios en él. Aguarden unos minutos detrás de las vallas antiavalancha, o en las puertas de los camerinos, o en las colas interminables de las filas de discos y, si hay suerte y el Mesías está de que sí, quizá tengan la suerte loca de obtener un mínimo contacto humano con él: un par de besos, un apretón de manos. Quizá una púa. Cordero de Dios. Amén.
Con todo esto y para concluir, sólo quiero hacerles ver el lado humano de unos seres con un talento tan desmedido que nos ahogamos en nuestro sufrimiento para mostrarnos desnudos ante ustedes. Por un módico precio, eso sí. Así que, cuando nos crucemos en esos vulgares centros comerciales o en esos bares tan poco cool que ustedes frecuentan, hagan el favor de no llamarnos artistas. Sepan que, en algún rincón de nuestra alma, nos duele. Aunque seamos unos auténticos hijos de puta.
Retales de vino y luna
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(Hoja de promoción para el disco Retales de vino y luna, de Forraje)
Forraje
Retales de vino y luna
Me acaban de llegar mis Forraje con las notas del colegio para que se las firme. Mis cuatro criaturas. Aunque no soy el padre biológico de estos fichajes, sí que les bauticé y les ayudé a caminar, aun cuando ya tenían los huevos negros el día que los conocí. Así que aquí estoy, con su última evaluación entre las orejas, orgulloso al observar el sobresaliente que estaban buscando desde que, en aquella lejana noche gallega, con las mandíbulas batientes y los efluvios del whiskazo pegándome en la cara, me enamoraron y me convencieron de que los adoptase. Quién me iba a decir a mí que mis cuatro golfantes me iban a dar tres nietos. Como tres soles. El primero de ellos, Estoy que muerdo, el mayor, hace su vida y quiere saber poco de sus padres, el muy cabrón, pero es al que más cariño le tengo. El segundo, Diario de un alma rota, nació más tímido y más guapo, pero con las ideas límpidas y sin apenas rasgos de sus ancestros. Y ahora llega Retales de vino y luna, tras un parto largo, doloroso, y que tras varios meses de incubadora, sale del hospital por su propio pie; tan inocente y atrevido como el primero, mucho más guapo que el segundo, con personalidad propia y la quijada firme, como nunca antes se había visto en la familia. Tuve la suerte de estar presente en el parto, en la casa y ante las manos expertas del doctor Iñaki Uoho Antón que, con la ayuda de Iñigo Etxebarrieta, no escatimó forceps, ventosas ni cesáreas para que el niño naciera sano y fuerte.
Sobresaliente en todas las asignaturas, tócate los cojones. Mi Lulu por fin se ha destapado como el gran letrista que siempre ha sido, dejándose de tapujos y mostrándose totalmente desnudo para dejar ver que atrás quedaron las mantas y los velos, que por fin ha comprendido que la vida tal vez sea una puta, pero que vive en su misma calle y que de sus besos sale la tinta que carga las plumas heridas. Mi Juancho sigue en su poso ochenteno y macarra, de piel ajada y respetuosa con su propio pasado, que muta en presente con la mirada puesta en las aceras; sin trepar por las fachadas, sin buscar el canto de sirena de ningún horizonte. Mi Jerri, con su ejecución impecable, su golpeo que sonríe: espolonazos que despiertan el alba sin dañarla, dotando su vigoroso andar de belleza. Y por último mi Kuervo, tejiendo las cuerdas para alfombrar esa casa impoluta en la que no hace falta descalzarse, en la que sus manos prestidigitadoras nos hacen creer que, en cada anudar, en cada trenzado, la ropa sucia se torna limpia, el viento silba lo que ellas dicten; manos que no entienden de lamentos ni alegrías tenues: todo en ellas es transgresión, exaltación de los sentidos.
No puedo dejar de mirarlo. Será porque es mi nieto, pero se me antoja lo más bello del universo. Le encuentro tintes en la voz de Arantza Mendoza y Jon Calvo, patalea con el sonido de las percusiones de Iñigo Etxebarrieta y, a veces, cuando llora, lo hace con la dulzura de la guitarra del Uoho. Lo único que me jode es que no se parece en nada a su abuelo. Pero un servidor, que ya ha pasado de perro verde a perro viejo, va perdiendo vista pero va ganando visión, que decía el poeta. Y lo que veo es que no sé que me da que la familia va a seguir aumentando. Y yo estaré aquí para mecer las cunas que hagan falta. Os lo juro.
Rompiendo el Tango Tour 2007
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(Reportaje de la primera gira latinoamericana de Marea para la revista
Heavy Rock)
Marea
Rompiendo el Tango Tour 2007
Llevamos toda la semana nerviosos. Todo el mes. Es la primera vez que los Marea cruzamos el charco para tocar. Muchos preparativos y un estado de nervios poco usual para lo tranquis que somos. El día 11 de Noviembre nos despedimos en la estación de tren de Pamplona de la familia y cogemos el Altaria rumbo a los madriles, donde cogeremos un vuelo dirección Buenos Aires, donde daremos tres conciertos en los próximos días, amén de uno en Montevideo, Uruguay. Además de los cinco miembros de Marea, viajan en la expedición Frank Ramírez, nuestro técnico de sonido, Miguel González, técnico de luces, y El Perrako, representante del conjunto desde tiempos inmemoriales y máximo responsable de nuestra aventura latinoamericana. Mi hermano Martín viajará dos días después en solitario. El viaje en tren comienza con euforia, osease, bebiendo como unos vikingos en la cafetería. Me vuelvo a mi asiento a leer tranquilamente y dejo a la cuadrilla endiñándose una garimba tras otra y discutiendo acerca de la ubicación geográfica de Argentina, de la cual me doy cuenta que ninguno tenemos ni puta idea. En las tres horas y media que dura el trayecto no veo al resto del grupo volver a sus asientos y me temo lo peor. Lo dicho: están ciegos como ratas. El Piñas y Frank llevan un pedo sanferminero que no veas y se despiden efusivamente de la camarera del tren, a la que han bautizado como Irene Pi y que les mira con esa media sonrisa que sólo los camareros con mil horas de batalla tras la barra saben poner. La media sonrisa que dice anda y que os den mucho por el culo, majetes. En Atocha nos espera Cristóbal, del grupo Pinball, que nos llevará a Barajas. Nos cruzamos a Maria Teresa Campos en los pasillos de la estación. Risitas cómplices y nadie dice nada. No hay nada que decir. Durante el trayecto hacia el aeropuerto, el Perrako nos reparte unas hojas en las que vienen apuntados los horarios para todo lo que tenemos que hacer en sudamérica. Flipamos. Tenemos todos los días ocupados: promociones, entrevistas, pruebas de sonido, cuatro conciertos y un videoclip. Buen trabajo, si señor. El Piñas y Frank no pueden leer las hojas. Ni las hojas ni nada de nada. Qué cuesco llevan, tú. A la hora de embarcar, Frank no encuentra el pasaporte. Lo ha perdido. Empezamos bien. Le decimos de todo pero él, fiel a su estilo, no pierde la calma y nos dice que embarquemos, que ahora nos pilla. Ya nos vemos sin técnico de sonido. Y con la castaña que lleva. A los cinco minutos lo vemos embarcar sonriendo y con el pasaporte en la mano. La madre que lo parió. Nos acomodamos en el avión. Bueno, acomodarse en cincuenta centímetros cuadrados en harto complicado, pero el Piñas ha traído la solución. Un compadre suyo que se está quitando le ha pasado unas pastillas que le dan en el tratamiento para dejarlo frito y nos las reparte. A los cinco minutos todos roncan como benditos. Mi organismo está tan acostumbrado a la ingesta de tranquilizantes que apenas me hacen efecto. No puedo dormir. Me veo ocho películas durante las trece horas que dura el vuelo. Los compadres siguen fritos durante casi todo el vuelo. El Piñas se despierta cada tres horas y se come una pastilla de las de su compadre. Dice que su efecto sólo dura tres horas. Qué elemento. La cuadrilla se empieza a despertar un par de horas antes de llegar al destino. Qué puta envidia, yo no he pegado ni ojo. En el aeropuerto nos recibe el Tano, que será nuestro ángel protector durante estos días y el encargado, junto al Perrako, del perfecto funcionamiento de la gira. Tano sonríe todo el rato. Todo bien. Absolutamente todo está bien. Son sus palabras favoritas. El mundo puede estar en llamas pero el Tano dirá que todo bien. Nos reconforta su presencia y nos alegramos de verle. Qué buen rollo transmite este hombre. Muchos seres humanos debieran aprender de él. Tal vez todos debiéramos hacerlo. Al entrar en Buenos Aires tenemos una sensación de déja vu, como si ya la conociéramos de antes. El tráfico es de locos, las líneas de la carretera son puramente testimoniales. Cada perro que se lama su carajo. Sálvese quien pueda. A pesar de todo, la ciudad transmite, no sé porqué, una sensación de tranquilidad inmensa. O eso me parece a mí. Nos comunican de que va a ser difícil llegar hasta el hotel, al lado de la plaza de Mayo, ya que hay una manifestación que tiene colapsado el centro de la ciudad. El conductor de la furgo me cuenta que todos los días hay una. Le digo que en donde yo vivo también, pero que son más cañeras. En ese momento nos topamos con la mani. Se escuchan disparos. La policía está disparando. La madre que me parió, para qué abriré la boca. El conductor de la furgo se parte el chorizo de risa. Por fin llegamos al hotel. Hay veinte o treinta personas en la puerta con rotuladores y cámaras de fotos. Nos acercamos a huronear. Unos chavales nos dicen que están esperando a Steve Vai, que toca dos noches seguidas en el Rex y que llevan un montón de horas haciendo guardia para arrancarle una foto o una firma. Kolibrí y yo nos quedamos de cháchara con ellos. No conocen a Rosendo ni a los Barricada, en cambio controlan a todos los guitarristas solistas del mundo. En éstas sale Steve, más guapo que un pincel. Aprovechamos la coyuntura y nos hacemos una foto con él. Alguien le dice en inglés que somos un grupo de rock muy famoso y tal. Steve nos empieza a hablar. Ni puta idea de lo que dice, así que le decimos suerte compadre y lo dejamos con la palabra en la boca. Kolibrí me comenta que parece majete, el chaval. Y bien conservado, tú, le digo yo, que tiene que tener más años que los balcones. De pronto, un gorila de los de Vai, de dos por dos metros, empieza a abrirse paso entre la gente a empujones. Nos coge desprevenidos hablando distendidamente y casi nos tira al suelo. Entre insultos cagándonos en sus muertos y mentándole a la madre nos vamos para él pero se refugia en el hotel a toda hostia. Ojalá llegues a casa y te encuentres al gato jugando con la calavera de tu puta madre. Qué lástima no saber decirlo en inglés. En fin, subimos a la habitación para comunicarles telefónicamente a las familias que hemos llegado bien y nos dirigimos a La Trastienda, sala mítica de conciertos en pleno San Telmo donde ofreceremos el próximo fin de semana dos conciertos seguidos para los que, ante nuestro asombro, se han agotado las entradas. La sala está guapísima y tiene una programación envidiable, con conciertos casi a diario. Paul Gilbert y Spinetta tocan esta semana. Pasamos la tarde vagabundeando por el centro de la ciudad. Como buenos guiris, compramos mate y dulce de leche y paseamos por Florida, Corrientes y Lavalle entre cientos de espectáculos callejeros. Se respira música y cultura. Para la noche, La Renga nos prepara en su finca de Ezeiza un recibimiento espectacular. Asado y más asado. Morcilla, chorizo y cerdo en todas sus variantes. Abrazos y besos sinceros entre el vino y la Quilmes que corren a granel. Jam- session en su local de ensayo en la que caen temas de Los Suaves, Ramones y La Polla. Más Quilmes. Empieza la sobremesa con los chistes de gallegos. Manu, el saxo de La Renga, los cuenta de puta madre. Le dejo un poco de ventaja antes de empezar con mi infalible repertorio. Una vez que empiezo no hay quien me pare. Le gano por goleada y al final se rinde. Jura venganza entre las risas del Tanque, batería inmenso de La Renga, que se mea de risa con el vocabulario que empleo. Ya casi ni nos tenemos de pie y decidimos que es la hora de despedirse, mañana toca día duro. Quedamos con La Renga para el día siguiente en un garito del centro, donde haremos otra jam-session, esta vez con público. Al catre, que mañana empieza el tiroteo.
Amanecemos a las siete de la mañana. Esto del cambio horario nos está matando. Nos viene a buscar Octavio, el director del videoclip que grabaremos hoy, con todo su equipo, y nos reúne para explicarnos los pormenores del rodaje. Nos cuenta que nos va a filmar caminando por diversas localizaciones de la ciudad y que ha decidido que nos acompañe una persona armada, ya que algunos sitios en donde vamos a rodar son especialmente peligrosos. Bueno, no será para tanto, le digo yo. Su mirada me hace pensar que sí y al final aceptamos, aunque escépticos, a que nos acompañe un tío que tiene cara de no haber roto un plato en su vida. Pero con pipa. En fin. Empieza a llover más que en el entierro de Zafra. Empezamos a grabar en el Puente de Avellaneda, Riachuelo, Isla Massiel y el barrio de La Boca. A las dos horas estamos reventados de andar. Seguimos en Caminito, zona tanguera por excelencia. Piñas se pone a bailar con una pareja de bailarines en la calle. Lo hace de puta madre, la peña le aplaude y los sonrosados guiris le hacen fotos. En un garito nos encontramos con un doble de Maradona con el cual seguimos haciéndonos fotos, previo pago de diez pesos, claro está. De todos modos merece la pena, el tío es clavado al Diego y el Piñas le pregunta si también él anda poniéndose y quitándose, engordando y adelgazando. No dice nada y sonríe, el bribón. Lo entendemos, el Diego es intocable. Claro que sí. Hora de comer. Entramos en un garito y pedimos algo de picar y cuatro litros de Quilmes, la cerveza nacional. En el bar hay colgadas fotos del dueño junto a Rory Gallagher, Eric Clapton y demás estrellas rockeras, aunque por sus altavoces suenen tangos a toda hostia. En un mini escenario hay una guitarra y a los veinte minutos ya estamos tocando por rumbas: Albert Pla, Parrita y demás. El César toca un poco por bulerías y los argentinos flipan con el compás. Nos vamos sin que el dueño se quiera hacer una foto con nosotros. Tú mismo, le decimos, pero ya va siendo hora de que renueves la decoración, compadre, que las fotos que tienes colgadas son del siglo dieciocho. Él se sonríe amable y nos desea suerte. Pero de fotos nada. Seguimos caminando: Congreso, Retiro, Plaza de Mayo. Virgen Santa qué jartón de andar. A media tarde nos acercamos a ver la localización en la que vamos a rodar mañana el play-back del vídeo, en pleno centro de la ciudad, debajo del Obelisco. Un par de chavales nos reconocen y nos llaman por nuestros nombres y apellidos. Flipamos. Esto no nos pasa ni en Vallecas, válgame. A las nueve de la noche nos duele hasta el hueso del pito. La falta de costumbre laboral, digo yo. Al pulguero. A las siete de la mañana vuelvo a tener los ojos como platos. Me visto y salgo a dar una vuelta. Aún no han puesto ni las calles pero cientos de vendedores callejeros de café y mate tienen tomada la ciudad. Charloteo con unos cuantos de ellos y espero a que abran los comercios para comprar algunos regalos. Me doy cuenta de que no llevo ni un duro. Qué puta cabeza. Vuelvo a la habitación. Mierda, ahora recuerdo que el Kolibrí metió toda la guita en la caja fuerte del cuarto y de que no me sé el número. Me quedo en la habitación como un indigente, sin dinero y, lo que es peor, sin tabaco. La banda llega al mediodía después de comprar regalos para medio Berriozar. Picamos algo en un garito de enfrente del hotel que se llama Kamasutra. Buen nombre para un garito de comidas, jefe, le digo al camarero. No me coge el chiste. Nos vamos para el Obelisco. Hay un buen número de seguidores esperándonos. Fotitos, vaciladas y un par de entrevistas mientras preparan el cotarro. La localización es preciosa, en el mismo centro de la avenida que cruza Buenos Aires con el Obelisco recién iluminado de fondo. Nos dice el director que tenemos que elegir entre salir con chupa o sin chupa. Los cambios de temperatura son brutales. Le digo que conmigo no hay problema, que yo siempre me visto igual. Los Marea asienten y se parten el culo de mi particular vestimenta e higiene, de lo que dan datos precisos a los presentes que no paran de vacilarme. Empezamos con las tomas. Muchas. El público aplaude y pregunta a ver si vamos a tocar todo el rato la misma. Las tomas con la grúa son espectaculares, como las de los conjuntos yankis. Acabamos bien entrada la noche y vemos algunas escenas del rodaje en un monitor. La verdad es que son realmente buenas. Estamos contentos, sobre todo el Kolibrí, que hace años que dejó de fumar pero se está calzando un puro más a gusto que el copón. Nos llaman por teléfono los compadres de La Renga. Lo de la jam-session lo vamos a tener que dejar para otro día, ya que tienen un follón de la hostia con la organización del concierto del Autódromo. Les decimos que nos vemos el sábado en el concierto y le comentamos al Perrako que nos gustaría tocar esta noche en algún sitio, sin avisar, para ir calentando. En diez minutos el Perrako ha conseguido un local para tocar dentro de dos horas. Qué fieruco. La gente de Asesinos Cereales tocará con nosotros y nos dejará el equipo. El local se llama Salón Pueyrredon y nos vamos para allá del tirón. Es un sitio guapo de dos plantas. En la de abajo se dan comidas y en la superior se hacen conciertos con asiduidad. Nos sorprende el ver a un grupo numeroso de personas esperando en la puerta para vernos. Las noticias vuelan. Tan sólo hace un rato que hemos planeado el concierto que, evidentemente, no hemos anunciado, y el local se llena por momentos. No tienen ron, así que pregunto a la peña a ver que es lo que se bebe y me dicen que Ferné, o Fermé, o algo así, con cola y hielo picado. Amargo como pedo de perro, pura metralla para la garganta. Me hago el farruco y les digo que me rulen una botella y un vaso de plástico, sin coca cola, que quita el sueño. Me advierten de que es muy fuerte y de que me ande al loro. La verdad es que le pillo el punto y me calzo la botella en media hora. Pido otra para el escenario. Salimos a tocar a fuego, tocando canciones una detrás de otra, sin interrupción, a degüello. Durante la hora y media que tocamos los argentinos corean las letras, los ritmos y los punteos. Se nos ponen los pelos de punta con los cánticos que improvisan con nuestros nombres. Nada más terminar noto que me va a explotar el estómago. El Fermé ese me ha hecho efecto retardado y no puedo dejar de vomitar. Te lo dijimos, gallego, se ríen los compadres. Nos metemos en un taxi a toda hostia, sin poder despedirnos de los Asesinos, que ya están descargando a cara de perro su punk-ska. Muy buenos. El conductor del taxi me suplica que no se lo vomite. Víste, yo paro las veces que haga falta. Vomito con la puerta abierta por todas las calles de Buenos Aires. Llegamos a la habitación y le digo a Kolibrí que voy a bajar a recepción a ver si me dan algo de comer y se me asienta el estómago, pero al llegar abajo tengo que salir corriendo para no echar la grava en el mostrador. Creo que lo mejor será que pase de comer y me suba a charlar un rato con el maestro. Lo encuentro roncando como un bendito con el volumen de la tele a tope. Apago la tele, tapo al Kolibrí. La hostia que frío hace. En dos horas estaremos otra vez en marcha. No logro dormir una noche más.
A las diez de la mañana del día siguiente nos encontramos con Martín en recepción. Acaba de llegar después de veinte horas de viaje. Nos cuenta todos los pormenores de su viaje en solitario, que han sido muchos y variados: bolígrafos explotados, televisiones que no funcionan y compañeros de asiento alemanes y franceses con los que no ha podido intercambiar ni una palabra en todo el vuelo. Aún así no pierde la sonrisa y está exultante. Le intentamos poner al día rápidamente acerca del funcionamiento básico de la ciudad y nos vamos a comer. En unas horas saldremos para Uruguay, donde tocamos mañana. Antes de partir, Alén y yo tenemos que hacer una entrevista en la radio Rock & Pop, con el locutor más famosillo de Argentina. La entrevista dura una hora. Mucho chistecito de caca, culo, pis y poca miga. En fin, lo de siempre con las radio-fórmulas. Así y todo nos pilla de buen humor y le seguimos el rollo. No pone ni una mísera canción. Salimos corriendo de nuevo, taxi y para el hotel a toda hostia. Recogemos las cosas y vamos al puerto para embarcar en el buque-bus que atraviesa el Río de la Plata para llevarnos a Uruguay. Follón otra vez, en el puerto han perdido nuestros pasajes. El Perrako, como buen profesional que es, lo termina solucionando y embarcamos a última hora, corriendo, a punto de perder el barco. En la hora y poco que dura el viaje y mientras yo escribo notas del viaje, los Marea le pegan un buen palo al bar del barco. No hay quien pueda con ellos, son indestructibles. Llegamos a Colonia, Uruguay, donde nos espera Pedro con su hurgona. Estamos destrozados y todavía nos quedan dos horas de carretera para llegar a Montevideo. Nada más salir del puerto, Martín descubre que falta su mochila. Salta de la furgo junto a Alén y salen corriendo hacia la terminal de llegadas. Para cuando damos la vuelta con la furgoneta ya los vemos venir sonrientes con la mochila en la mano. Nos la habíamos dejado encima de un carro. Nadie la había tocado, gente legal los Uruguayos. Partimos de nuevo con ganas de llegar pero nos asalta el crujir de tripas. Y eso está por encima de todo: la zampa. Decidimos a parar a comer algo. Pedro nos recomienda el Chivito al Plato que, por cierto, de chivo no tiene nada. Es una especie de plato combinado gigante con ternera, queso, huevo frito, ensalada, unas salsas cojonudas que no recuerdo como se llamaban, patatas y demás condimentos de los cuales desconocemos el nombre pero de los que damos buena cuenta. No queda ni para rebañar. Menudos somos con la mandíbula. Al volver a la furgoneta, Pedro enchufa un DVD de Benny Hill. Los diez primeros minutos nos reímos a gusto. El resto del viaje es insoportable, escuchando risas enlatadas mientras damos cabezadas de sueño. Por fin, a las dos de la mañana, llegamos al hotel Lafayette, en el centro de Montevideo, en una calle paralela a la avenida 18 de Julio, calle principal de la ciudad. Vamos de sorpresa en sorpresa. En la puerta del hotel hay un grupo de seguidores que llevan tres horas esperándonos. Nos enseñan sus camisetas personalizadas de Marea y los parches y banderas que han diseñado ellos mismos para el concierto. Charlamos un rato y nos despedimos, no sin antes regalarles chapas y pegatas y sacarnos un buen número de fotos. En la habitación no logramos encender la tele. No funciona la calefacción, hace un frío que te rilas y tampoco hay mantas. Despertamos varias veces por la noche, tiritando. Al día siguiente, al descorrer las cortinas, nos damos cuenta de que nos hemos dejado la ventana abierta toda la noche. Si es que a veces parecemos gilipollas.
El cuerpo se va recuperando y nos damos una buena sobada, nos levantamos tarde y damos una vuelta por el centro. Buena temperatura y ambiente callejero. Nos reconocen algunos chavales. Más fotos. Desde que hacen los móviles con cámara de fotos estamos perdidos. Me paro a hablar hasta con las farolas. Descubrimos un puesto que vende camisetas nuestras con la letra de Como el viento de poniente en la espalda. Le digo al chavalote que las vende que la letra está mal escrita y me dice que ni zorra, que la letra la escribió su jefe y que a ver si le firmamos unas pocas. Pues claro que si, hombre. Le compro una de recuerdo. Talla S. No me cabe ni en la churra. En fin. Comemos en un puesto de la calle. Hamburguesas, Fanta y patatas. Para la manduca siempre hemos preferido la cantidad a la calidad. Zumbando para la Sala Dos, donde también se han vendido todas las entradas y hay una buena cantidad de gente en la puerta que nos reprocha el que no toquemos en un sitio más grande. No sabíamos la respuesta que íbamos a tener, compadres, lo sentimos. Se sigue agolpando gente en la calle. En el interior de la sala nos encontramos con los Graffolitas, conjunto uruguayo que nos acompañará esta noche presentando su tercer disco. Más majos que las pelas. Hacemos buenas migas y charlamos de grupos de punk. Pilotan bien de música, conocen bien lo que se cuece por España, casi mejor que nosotros. Me subo con ellos a cantar una de La Polla. Tienen canciones guapas. No venden alcohol en el recinto y yo casi lo agradezco. No mentes la soga en casa del ahorcado. Al subir al escenario y dar el primer acorde se lía parda. Conatos de pelea, gritos enfervorizados y la gente de la primera fila asfixiándose contra la valla anti-avalancha, que al final acaba arrancada del suelo. Les digo por el micro que a ver si entre todos pueden sacar la valla, que pesa un quintal, y en veinte segundos la valla vuela por encima de las cabezas hasta quedarse apoyada en un lateral. Así da gusto. Mientras el Piñas canta su set de canciones me cuentan que en la calle se ha liado una buena pajarraca. Hay mogollón de gente sin entrada que está arrancando adoquines de las aceras y tirándoselos de lado a lado de la calle. Serán costumbr
es locales, pienso. La verdad es que a estas alturas no me sorprende nada. Acabamos el concierto entre aplausos ensordecedores. Buen bolo, si señor. Al entrar la furgona de Pedro en el recinto nos damos cuenta de los daños colaterales: no tiene ni un cristal sano. Los adoquines se mezclan con los cristales en los asientos y tiene más bollos que La Tahona. Pedro sonríe. No entendemos nada. Nos dice que no nos preocupemos, que no es para tanto. Lo dicho: hay algunas personas de las que tenemos mucho que aprender. Al llegar al hotel le mostramos a Pedro nuestra preocupación por lo sucedido con su vehículo, pero insiste en quitarle importancia al asunto entre risas. Qué tío. Todavía le queda humor para relatar lo sucedido entre carcajadas mientras Martín lo filma con su cámara. A la carrera otra vez, dentro de un rato tenemos que volver a coger el buque-bus para volver a Buenos Aires. Mañana es el día grande.
De nuevo madrugón. Si salimos de ésta, salimos de todas. No sabemos ni en qué día vivimos. Furgoneta, puerto, despedida, buque-bus y otra vez en Buenos Aires, donde el Tano nos lleva al hotel con el tiempo justo para lavarnos el ojarasco y salir zumbando para el Autódromo Óscar Gálvez, con una capacidad para doscientas mil personas y en donde actuaremos esta tarde junto a La Renga. El Tano nos cuenta que se han vendido más de ochenta mil entradas. La madre que me parió. Estamos acojonados. Jamás hemos tocado ante tanta gente. Pero sonreímos. Va a ser una bonita pelea. Al llegar al recinto nos damos cuenta de la magnitud del nombre de La Renga. Miles de personas en los aledaños del Autódromo con camisetas y pancartas gigantes. Tatuajes con el nombre de la banda desafían al sol que está castigando de la guay. Cuando salimos a escena, a media tarde, deben de estar cayendo cuarenta grados. El Gaby, manager de La Renga, nos avisa entre risas de que si no le gustamos al público no vamos a durar ni tres canciones en el escenario. En los sesenta minutos que dura nuestra actuación el público es totalmente respetuoso, aplaude después de los temas y no nos tiran de nada. Pero se palpa en el ambiente la ansiedad que tiene la gente de que La Renga pise las tablas. Para la última canción de nuestro concierto se suben con nosotros todos los componentes de La Renga: Chizzo, Tete, Tanque y Manu. El público ruge como un león herido. Lo que veríamos después de acabar nuestro concierto entre aplausos nobles y sinceros nos dejaría sin habla. Miles de personas de todas las edades se agolpan ante el escenario más majestuoso que hemos visto nunca. Los cánticos se suceden sin cesar. El bullicio es atronador. Cuando suena el primer bombo del Tanque creemos que se va a hundir la tierra. El público está enloquecido. Trepan por las vallas y las torres de luces como gremlins. Tres generaciones al unísono coreando todos y cada uno de los sonidos que salen de las impresionantes torres de sonido. Los Marea no articulamos palabra. Es increíble, tenemos los pelos de punta. Esto sí que es grandeza, nos decimos. Y lo demás mierda puta. No hay nada más grande para una banda de rock que ser la voz de la calle. Y en eso la Renga son los verdaderos embajadores del rock argentino. Me invitan a cantar con ellos Panic Show. Me encanta esa canción. Cuando bajo del escenario pienso que alguna vez le podré contar a mi hijo que una vez canté delante de más de cien mil personas con unos compadres argentinos a los que quiero con toda mi alma. Me reúno con el resto de la banda y decidimos que es hora de volver al hotel. No podemos más, se nos doblan las piernas de cansancio. En una semana apenas hemos logrado dormir unas horas. Le decimos a Gaby, que también tiene cara de exhausto, que se despida de nuestra parte de los chicos de La Renga, que siguen descargando en el escenario. Nos abraza con ojos cansados y nos dice que mañana pasarán por la trastienda a ver el concierto. Qué grandes. En la furgona, camino de la cama, el comentario es unánime: a ver como contamos esto cuando volvamos a Berriozar. No hay palabras. Sólo lo saben los ojos. Pero qué grandes, cojones.
En el desayuno no podemos dejar de hablar de lo sucedido ayer en el Autódromo. Qué barbaridad. Estamos relajados, tranquilos. Ayer fue día de nervios ante un público exigente que no era el nuestro, pero hoy es nuestro día. La Trastienda, salita para ochocientas personas. Buen sonido y algún alma caritativa me consigue una botella de ron. Al arrancar con Entre hormigones vemos que lo tenemos ganado. Cantan más alto que yo. Corean nuestros nombres una y otra vez. Improvisan himnos futboleros entre canción y canción. El concierto se alarga casi tres horas. No vemos la hora de irnos. Deja que esto no acabe nunca, que decían los Barricada. Invitamos a Tete, bajista de La Renga. que está entre el público, a que toque Marea con nosotros. Se sube con su perenne sonrisa y todo el rock & roll que sólo él y el Piñas tienen en la espalda y la sala parece que se va a derrumbar. Entre aplausos interminables sonreímos y nos miramos abrazados sabiendo que el de hoy ha sido sin duda uno de los mejores conciertos que hemos dado de los casi cuatrocientos que llevamos en el lomo. A la salida de la sala la sesión de fotos, autógrafos y felicitaciones mutuas se suceden en una cálida noche en la que resuena el coro que más hemos escuchado las últimas horas: Viva Marea, la madre que los parióoo… Todavía nos queda un concierto. Esto se va acabando.
Tenemos el primer día de fiesta desde nuestra llegada a Argentina. Lo aprovechamos para hacer las últimas compras. Nos damos un garbeo hasta Bon Street, galería macarra con tiendas de camisetas de grupos y tatuadores. En una tienda de chupas de cuero arrasamos. El regateo es espectacular y al final el dependiente hace la venta del siglo: ocho cazadoras de motero en media hora. Ya puedes cerrar la tienda, compadre, le digo. Me sonríe y me da una tarjeta: por si vienen más gallegos, viste. Compro un sombrero de tango al sombrerero más antiguo de la ciudad, con el que parloteo a gusto acerca del devenir del país en los últimos tiempos. Apuramos nuestras últimas horas en la ciudad antes de volver a La Trastienda a ofrecer el último concierto. Hacemos prácticamente el mismo repertorio que el anterior. La misma euforia, distintos cánticos, seguidores que se han desplazado desde todos los puntos del país, haciéndose cientos de kilómetros para vernos. Tete vuelve a subirse con nosotros. Manu también que, con una ikurriña en la cabeza, hace que su saxo suene a despedida lastimera. Adioses en camerinos con Gaby, Tete, Maxi, el Tano y todos los compadres. Reímos sumergidos en el ron y la Quilmes que ruedan como lágrimas de alegría. Hasta siempre, Latinoamérica, en nosotros vivirá por siempre el recuerdo de estos días maravillosos de los cuales nos llevamos almíbar en las manos y amistad en la espalda. Y también un antiguo credo que me enseñó un viejo rockero que se despedía de nosotros en el aeropuerto: sólo en tres cosas creo: mi vieja, La Renga y el Diego. Gracias, Argentina, con la mano metida hasta las entrañas. Gracias.
Sonido de monedas
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(Hoja de promoción para el disco Sonido de monedas, de El Toubab)
El Toubab
Sonido de monedas
No vuelve El Toubab, del mismo modo que no viaja el caminante ni cesa la noche aunque aceche el alba. Así que lo único que se puede afirmar es que sigue presente; con las suelas de tierra, el sol a la espalda, con la fortuna inmensa que poseen los que no buscan nada, que son los únicos que encuentran todo. Esta vez nos cuenta que en Canadá, y durante la temporada estival de 2013, halló música celestial en el tintineo de las monedas que en calles, bares, estaciones y trenes, le llevaron a fabricar la mayoría de las canciones que pueblan este disco. Descubrió que los billetes son mudos, que los muertos transitan por encima de la tierra y que debía volver, como el hijo pródigo, a su cuna, para cambiarse de zapatos y de paso registrar el sonido de aquellas monedas que le hablaban en idiomas desconocidos pero que, paradójicamente, entendía perfectamente.
Su brújula imperfecta le lleva le lleva al lugar de los hombres libres: el sur. Así que no es casual que tanto el productor, “Papa Orbe” Ortiz, como los músicos que le acompañan en el tránsito que nos ocupa entre estación y estación, dígase Fidel Antonio Minda a la batería, Juana Gaitán a las guitarras y Juan Pablo Alcazar al contrabajo, procedan de países en los que la vida es más vida, la sonrisa es más sonrisa, el duende es más duende y la música pellizca como un alicate oxidado. Así que durante cinco días se enclaustraron sin haberse visto nunca el blanco de los ojos en los estudios Soiart de Barcelona tomando la precaución de dejar al mago fuera: la magia sería real y sin trucos, tocando en directo y dejando que las canciones tomaran la batuta y con ella limpiaran el polvo de las cicatrices del Toubab,
Siete fueron los vástagos engendrados en aquellas orgías entre desconocidos. El mago había fallecido y las cicatrices, aunque impolutas, eran imperceptibles, aunque desconocía El Toubab que se estaba avecinando la más espantosa herida, la que le dejaría el corazón al descubierto y que tan solo podría ser suturada por sus propios dedos: la muerte de Toni Urbano. En Estambul, con la batuta temblorosa, compone la canción con la que cesaría el sonido del vil metal, que sería grabada a su vuelta al lugar por donde asoman eternas sus raíces tan sólo acompañado por su guitarra, solo y desnudo, tal y como empieza y acaba todo.
De todos modos, El Toubab sabía que, aunque ya no existía forma humana de cerrar el círculo, sí que se podía repasar, con sangre, como no podía ser de otra manera, el triángulo equilátero: el único polígono indeformable. De ello se encargaría, en uno de los lados, el maestro Rosendo Mercado: chamán, estoico, semidiós, maestro y piedra angular de todo lo que contenga algo de rock en las entrañas y, por otro, El Drogas, don Enrique Villarreal, el viejo bucanero al que le da igual de donde sople el viento porque sabe que puede amarrar en el puerto que le venga en gana. El lado que resta está ocupado por Toni y por todos los que se fueron, como buenos caballeros, sin despedirse. Es un lado respetuoso, educado, que también tiene un espacio reservado para El Toubab, para ti, para mí.
Llegan vientos más viejos que el mundo que dicen que los retoños del Toubab empezarán a dar sus pasos bajo tierra, quizá para no fallecer nunca, lo cual me parece la mejor de las opciones. Al subsuelo bajaremos para escuchar sus risas y lamentos. Lo que está por encima de sus cabezas ya es pretérito, ajeno, pertenece a un tiempo que a mi compadre El Toubab ya no le interesa. Y eso le honra.
No lo olvidéis, el Toubab no ha vuelto: nunca se fue, nunca se irá. Por fin es inmortal.
Subió el telón
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(Hoja de promoción para el disco Subió el telón, de Malaputa)
Malaputa
Subió el telón
No es cosa baladí la que se nos presenta ante ésta primera subida de telón de los Malaputa. Para nada. Delante de nuestros ojos tenemos, tras un puñado de siglos de cuestiones y diatribas acerca del misterio insondable de la Santísima Trinidad, la solución al enigma. Tres que son uno. Uno que son tres. El Piñas, Óskar y Euken. Bajo, guitarra y batería. Puta, puta y reputa. Sota, caballo y rey. Los árboles no dejaban ver el bosque. El oleaje se comió la playa. Sabemos que, si no es niebla, es humo, así que aquí hubo batalla. Fijo.
En estos tiempos en los que a cualquier bobo que se haga una foto con guitarra eléctrica en bandolera para su perfil de facebook se le llama rockero, es más necesaria que nunca la violencia sonora que siempre caracterizó a la forma de ver la vida del triunvirato que nos ocupa. Por eso el agarrón de cuello. Por eso el escupitajo a menos de un metro. Por eso mentar a los familiares más cercanos. Por eso el desdén, la indiferencia y el compadreo sincero. Por eso los Malaputa.
Gestado a la manera de Pedro Botero en los primeros años de la presente década, tras dar un puñado de conciertos semi-clandestinos, y por presión popular, tienen a bien plasmar en este largo, durante el invierno de 2014, los frutos amargos de tantos meses de regar con lágrimas, sudor y sangre la simiente que dejó el recuerdo entre las arrugas. Cabe reseñar que la sangre fue ajena, las lágrimas colgaron de la carcajada y que jamás un néctar supo más dulce que el sudor derramado por el trío en su pequeña pero fructífera plantación de nudillos blanquecinos. De la producción impoluta del célebre maestro Kolibrí Díaz en los Estudios Sonido R-5 de Orikain (Navarra), poco se puede añadir que no se haya dicho ya: para qué hablar con medios días habiendo días enteros. Sonido impecable; espejo limpio en el que se refleja la furia del que, para no ganar, ni juega. Otra muesca en el rifle del de Berriozar.
Así que por fin tenemos en las pezuñas las doce semillas que en breve sembrarán los Malaputa por todo el Estado. Doce como doce campanadas con la cabeza metida dentro de la campana, al lado del badajo. Doce como doce apóstoles ebrios que saben que ésta no será su última cena. Doce como los meses que engullen lo melifluo, lo superficial, para que se vea la espantosa herida, el hueso pelado. Doce. Pares. No podía ser de otra manera; así, tras recibir la docena de rápidos puñetazos, uno en cada lado de la cara, quedaremos en el mismo sitio; aturdidos, doloridos, sin saber muy bien qué nos pasó por encima, pero paradójicamente sonrientes.
El plano lírico lo dejaremos expuesto a juicio del oyente, tranquilizándole por si se busca en la retórica del Piñas, porque se va a encontrar: hay de todo y para todos. En su voz encontramos los ecos ancestrales pero nunca universales del sentir humano; Piñas no te regala el oído: aquí todo es personal.
Yo que tú, tanto al escuchar el disco como al presenciar su directo, le ofrecería las dos mejillas a esa voz más vieja que el mundo que responde al nombre de rock and roll. Yo lo he hecho tres o cuatro veces y me he llevado otros tantos bofetones. Y estoy loco por recibir muchos más. Palabra.
Tinta y barro
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Tinta y barro
Donde antes había pueblos y voces, el tubo de imagen ha colocado hambre y olvido. Estruendo de estómagos burbujeantes. Esquelas que barre un agua de mares enfurecidos. Con tan solo un dedo hago volver a la habitación el confortable balar de las ovejas, la supuesta impasibilidad ante el gruñir de los perros. Automáticamente, se desnudan ante mi los galones y los pies de foto. El guiñar de ojos y los cheques encerados. Las espaldas acariciadas y los cazos a la espalda. El blanco nuclear de los folios espera su rotura de himen de la mano creadora del ARTISTA. La mediocridad se rinde ante su caligrafía incólume, ofreciéndole sus oropeles de a tres turnos y sus tardes de domingo travestidas con humo de tabaco negro. Tal que un sumiller, el genio se recrea en el léxico, los epigramas, LA PALABRA; los eyacula después de dejarlos rebotar inocentes en su impoluto paladar. Las páginas, exhaustas, piden más, más, más. La generosidad de su pluma no conoce límites. La santa benevolencia de su ser las dejará descansar antes de la sodomización definitiva: la publicación de SU OBRA. De pronto, un sonido turba y revuelve a las musas. El ruido no es otro que el de los cerrojos de los francotiradores de las aceras. Apostados en las esquinas esperan un pequeño descuido para acribillarme. Dios. Vienen a por mi. Dios santo. Ojalá no sea demasiado tarde para desdentar a la literatura, para violarla por última vez antes de ofrecerle el tierno beso del cubo de basura o de una pira purificadora. Ojalá no sea tardío el crepitar de lápices y libros pudriéndose enterrados. Tal vez entonces me redima de mis pecados y ya por siempre pueda entregar mis manos a menesteres terrenales: al laborioso placer del abrazo, al entregue a los demás, a la inutilidad de todos mis actos, al tacto de todo lo que no sea genialidad, trascendencia. Inmortalidad. Quizá entonces, aunque con las manos aún sucias, cada vez que escriba, deje
de sentirme
un asesino.
A la memoria de todos los muertos en la catástrofe del Tsunami.
A la memoria de los supervivientes.
Todos los días amanece un tonto
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(Artículo para la revista Heavy Rock)
Todos los días amanece un tonto
“Kutxi, ¿por qué te compras discos?”. Me lo dice mi hermana pequeña, la Maribel. Me lo dice observando mi vasta colección: dos mil y pico ejemplares entre vinilos, cedeses y cintas. Y la miro y no sé que contestarle. No tengo argumentos. Le podría soltar una larga perorata acerca de la honestidad, el respeto, el arte y lo bonito que es bailarle el agua a esa cuadrilla de gandules que somos los músicos en general, pero se me antoja absurdo. Le diría que cuando su hermano mayor tenía catorce años ahorraba dos talegos de las pagas y se compraba un vinilo que todavía conserva como oro en paño. Le contaría que cada uno de mis mejores recuerdos danza alrededor de canciones asaeteadas por las agujas en bares que ya no existen. También le explicaría que cuando ella no levantaba un palmo del suelo yo le ponía los vinilos del Rosendo y de los Extremoduro y le tocaba la guitarra por encima para que bailara. Pero me callo como una puta. A fecha de hoy mi hermana es una bailaora reconocida y con una amplia cultura musical. Y sin haberse gastado un duro en discos, la pájara. Claro, a ella le pilló de chinorri lo del internet y las descargas y el emule de los cojones. Ella supo estar a la altura de las circunstancias; adaptarse, investigar, seleccionar y adquirir lo mejor de cada patio. Maribel no llenó las paredes de su habitación de canciones malas ni, lo que es más importante: su cabeza. A ella no se la han pegado. Qué envidia. Mientras mi hermanita decía que a otro perro con esa longaniza, yo esperaba como un subnormal la salida del disco de tal y de cual y me negaba a reconocer el olor a mierda de ninguna de las obras de los Mesías de mi particular religión. El tiempo me ha quitado la razón y los Mesías llevan braguero ortopédico y me hacen pedorretas desde la limusín. Hijos de perra, que bien me la habéis clavado. Así que aquí me quedo, con cara de gilipollas y sin saber que decirle a la descendiente menor de la saga Romero. Estoy a punto de contarle que, hace seis meses, con un ticket de compra del hipermercado, me tocó un Ipod de esos. Un cacharro que, por lo visto, puede almacenar todos los discos del vecindario en lo que ocupa la mitad de un paquete de Ducados, que además sirve para ver vídeos y que tiene entradas USB, NBA y FBI a las que les puedes meter hasta la churra para que el Bill Gates te la barnice. Estoy a punto de contárselo, pero me da vergüenza confesarle que no sé ni como se enchufa y que todavía lleva el envoltorio puesto. Me da lacha relatarle que en los últimos seis años apenas me he bajado de internet media docena de discos. Sé que no puedo convencerle de lo importante que es la adquisición de material original y, lo que es peor, sé que no puedo convencerme a mí mismo. Así que empiezo a calcular mentalmente lo que me darían en una tienda de compra-venta por toda mi colección y llego a la conclusión de que lo mejor sería venderla al peso. Sí. Pero caigo en la cuenta de que la chatarrería de mi barrio hace diez años que cerró y de que la tienda de vinilos cerró hace cinco. Como no me de prisa pronto cerrarán la escombrera. Y entre un pensamiento y otro mi hermana se ha puesto los cascos de su Ipod y no me está haciendo ni puto caso, así que cojo la puerta y me voy a la tienda del Pinzolas, a ver que discos han salido esta semana. Tarde, demasiado tarde. El cartel en la puerta de la tienda me hace pensar en que sí, Maribel, que sí, que tienes toda la puta razón, que aquí lo pone bien clarito para todos los idiotas que creíamos que no llegaría el día. Bien clarito: LIQUIDACIÓN POR CIERRE. Mierda puta.
Veo fantasmas
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(Relato para la revista Al viento, editada por el Instituto Técnico Comercial Cuatrovientos, en el que cursé tres años de lo que entonces se daba en llamar Formación Profesional)
Veo fantasmas
En estos últimos días me están pasando cosas extrañas, curiosas, impactos a la razón y al corazón relacionados con mi etapa estudiantil, por llamarla de algún modo, en Cuatrovientos. De aquella época todavía conservo mi pasión por la lectura, algunos amigos que todavía andan por aquí y un recuerdo agridulce del profesorado. Pequeños trozos de metralla que ni el mejor cirujano podría extirparme. El caso es que de dos semanas a esta parte el recuerdo del instituto me ha asaltado tres veces en forma de fantasma. En una de estas ocasiones lo encontré disfrazado de banquero sentado en una terraza de Carlos III. Me llamó a gritos por mi apodo y, aunque en un principio no lo reconocí, educadamente me acerqué y le di la mano. De pronto encontré en su mirada a mi compañero de pupitre y pellas. El otrora macarra de la clase; indisciplinado, bocazas y pichabrava, se encontraba ante mí encorbatado, gordo, con anillo de oro en el anular y traje impecable. Lo abracé sinceramente. Tuvimos una breve conversación. Trivialidades. Qué tal la vida. Estás más viejo, cabrón. Pues anda que tú. No había mucho más que decir: los caminos de la vida habían corrido tan por separado que en los primeros diez segundos incómodos de silencio que tuvimos decidimos separarnos con un ya quedaremos algún día para echar unas cañas. Así que le volví a abrazar y retomé mi camino, en dirección contraria, un poco más solo y más triste.
El fantasma volvió a aparecer dos días después. Esta vez iba completamente desaliñado, con el pelo largo y completamente canoso, barba de meses y empapado en vino, por fuera y por dentro. Yo llevaba a mi hijo a hombros, era un día especial en Iruña, no recuerdo qué se celebraba. Tal vez carnavales o algún festejo tradicional. No sé. El indigente caminaba delante de mí dando traspiés y se me cayó encima en repetidas ocasiones. En una de ellas rebasó el límite de mi paciencia y, sin dejar de sujetar a mi hijo con una mano, con la otra lo agarré del cuello dispuesto a estamparlo contra la pared. Al acercar su cara a la mía reconocí detrás de su aliento a otro compañero de clase. El empollón de conducta intachable, el que nunca se metía en líos ni hacía borota. El que te pasaba los apuntes y al que nunca escogían para jugar al baloncesto. Susurré su nombre. Me miró y sonrió. Lo dejé sentado en el escalón de un portal de la Estafeta. No nos dijimos nada. Antes de marcharme le metí veinte euros en el bolsillo de la camisa. Y seguí caminando. Más solo. Más triste.
La tercera de las veces que me comuniqué con el fantasma fue por teléfono. Llamó una mañana de resaca. Esta vez iba sin disfrazar. Era uno de mis profesores que, junto a Javier Gómez, constituían todo el núcleo docente con el cual yo tenía complicidad. Era Juanjo. El Yayo. Me cuenta en dos minutos que la revista Al viento, en la cual yo colaboraba, cumple veinticinco años y que si me apetece escribir algo al respecto. Veinticinco años. Me entra vértigo al pensar en el tiempo. Le digo que sí. Algo haré, no sé el qué. Lo bueno de tener el síndrome de Diógenes es que todavía conservo algún ejemplar de la revista. Subo al trastero y la encuentro: Al Viento, Semana Cultural, I.T.C. Cuatrovientos, 1992. Hace dieciocho años de aquello. Me cago en la puta. La hojeo y esta vez me atacan, desde sus páginas, cientos de fantasmas. Ahí están mis dibujos y las fotos de personas a las que posiblemente no vuelva a ver. Ahí encuentro mi foto de adolescente imberbe e inocente. Las sonrisas de lo que pudieron ser amigos de verdad de los que me separé o se separaron. El recuerdo de mi perro Rosendo, con el que iba a la redacción de la revista esquivando al conserje. Mañanas y tardes de compadreo sincero y cervezas clandestinas metidas en una papelera mientras las galerías bullían de pura vida.
No sé si es exactamente esto lo que quería Juanjo que le escribiese. En todo caso la culpa se la tendrá que echar a mi corazón, que es el que ha dictado estas líneas. En fin, mi perro Rosendo murió y tal vez el chaval que se sentaba en mi pupitre también, pero la llamada de Juanjo me ha hecho sonreír. Esta noche, y sin que sirva de precedente, pienso dormir con mis fantasmas. Quizá así no esté tan solo. Quizá.