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(Prólogo al poemario Grito ahora que aún puedo, de Jesús Lorenzo Fernández)
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[av_heading heading=’Setenta y un golpes’ tag=’h1′ style=’blockquote modern-quote modern-centered’ size=’37’ subheading_active=” subheading_size=’15’ padding=’10’ color=’custom-color-heading’ custom_font=’#0a0a0a’ custom_class=”]
Alerta Naranja
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Me gusta pensar que el primer poema de la humanidad se escribió en piedra. Tal vez fuese un grito gutural. O un gemido de placer. Quizá una silueta de afiladas aristas invocando a los más primitivos sentidos. Las cosas no han cambiado tanto. Todos los escritores que me gustan siguen escribiendo en granito. Nada de incursiones en terreno farragoso para llegar a mundos interiores que sólo placen al poeta. Nada de onanismo edulcorado frente al papel, que viene a ser lo mismo que ante el espejo. Piedra. Golpes de cincel a ritmo de bombeo cardíaco. Dejando caer la maza en cada latido. Ora tenue, ora taquicárdico. Salpicando lajas de dolor intenso, infectadas de sudor y semen, de flujo contaminado, de pródigos amaneceres; de un inmenso y paradójico silencio.
Mi compadre Jesús mira a su cincel desolado. Ayer flamante e impoluta, la herramienta presenta las muescas de su primera batalla. Sesenta y ocho golpes de martillo. Sesenta y ocho alaridos desvirgando el papel. Sesenta y ocho sentencias del juez más implacable que todo aquel que escribe puede echarse a la cara: él mismo. El veredicto, por unanimidad, no puede ser de otra manera: culpable. Lo que no sabe el jurado es que el corazón, demandante en este caso, ha sido desde la noche de los tiempos el detonante de todos los atentados perpetrados hacia su latir. Jesús lo sabe bien. Y no se resigna. Su tinta mira de frente a la acusación, y su mirada, preñada de polvo, desvela que volvería a golpear otras mil veces. Jesús sabe que nunca quedará la piedra roma. Que siempre, a pesar de haberla acariciado para comprobar lo terso de su piel, guardará una esquina, una imperfección, un estilete oculto que volverá a herir en el momento menos pensado. Lo hará con saña, hendiendo la punta en el pecho, amputando los pulmones, aumentando el caudal de la sangre. Obligará al poeta a empuñar el cincel de nuevo, a tensar los músculos. A empezar otra vez.
No he de ser yo el que decida la condena a cumplir por Jesús. No seré el que le ofrezca la Biblia sobre la que jurar veracidad en su declaración. Porque yo, en cuestiones poéticas, siempre estaré al lado de los que, como el amigo Lorenzo, se toman la justicia por su mano. Y si hay que profanar el verbo se profana. Y si hay que empalmar la navaja de lo incorrecto, ahí estarán nuestras lenguas sucias y trabadas para lacerar la pulcritud de la rima y el verso esclavo.
De nuestro lado, Jesús, está el secreto de lo libertino del escritor, amigo. Pocos saben que no hay reja ni cerraja para encerrar al que vive encerrado. No existe ajusticiamiento para el ajusticiado. No se puede condenar a los que decidimos vivir condenados. Nuestra condena somos nosotros mismos, y sólo nosotros tenemos la llave de la celda, aunque nos aterroriza pensar que si la introducimos en la cerradura quizá chirríen los goznes y encontremos un mundo al otro lado al que no pertenecemos. Así que no te queda, no nos queda, más que gritar. Ahora que aún podemos. Tal vez así ensordezcan las piedras. Y recuerda: duerme con el cincel y el martillo debajo de la cama. Presiento que te van a hacer falta. Yo tendré siempre empuñados los míos, tal que ahora, a tu servicio. Si te parece, vamos a invitar al mundo a que camine por este camino de guijarros. Sus pies sangrantes lo agradecerán como lo hacen nuestros corazones: gritando. Desde lo más profundo del alma. Gritando.
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